Bolsonaro y su punto de bifurcación
Todas las encuestas y sondeos de opinión en Brasil de julio y agosto 2021 son unánimes en un diagnóstico preciso: en las próximas elecciones presidenciales (que son el año que viene) Lula vence en las 5 regiones del país en el segundo turno.
Hay regiones donde el contraste entre Lula y el presidente es enorme, como en el Nordeste, aunque el Gobierno también tiene altas tasas de reprobación en el Sudeste -región con 61 millones de electores, 43 % del total nacional-, fiel de balanza de toda elección.
Los números de estas semanas son los que, quizás, han empujado a Bolsonaro a una actitud disruptiva y agresiva: el rechazo a su figura ya trepa a un 64 % y, lo que es peor, en un hipotético segundo turno con Lula, Bolsonaro sacaría prácticamente los mismos votos en el primer turno.
Es decir, ese 25% de la población que lo acompaña sigue firme, pero cada vez queda más reducido a ese segmento. Y, en la medida que la situación económica y social continúe mostrando tan malos indicadores -como el fuerte aumento de los precios de los alimentos (45% en algunos productos centrales, arroz, feijao), los combustibles, sumados a una tasa histórica de desempleo de más de 15 millones de brasileños-, es de esperar mayores desgranamientos en su coalición.
Así, Bolsonaro está en un momento bisagra de su gobernabilidad: debe decidir el rumbo que le permita generar condiciones de subsistencia política. Las que tiene comienzan a menguar, y no se puede saber con seguridad si le alcanzarán para terminar el mandato. Ni siquiera tiene un partido político propio; no tiene gobernadores afines que le puedan dar respaldo institucional, y cuenta con muy pocos intendentes “bolsonaristas puros”.
Sigue contando con un Congreso amarrado -vaya a saber con qué tipo de recursos- que en tres años de mandato ha cajoneado los más de 120 pedidos de juicio político y ha moderado los impactos que supuso la apertura de una Comisión Parlamentaria de Investigaciones sobre la pandemia (cuyos actos más cuestionables y delictivos han sido expresa e interesadamente obviados).
A esa circunstancia “ambiental” hay que agregarle dos hechos que preocupan al presidente: por un lado, la cuestión judicial -de él mismo, no solo en relación con la pandemia sino en otras causas (de relaciones con milicias y dinero negro), pero sobre todo de su familia- y, por otro lado, el creciente distanciamiento que muestran parte de las elites económicas, cuyas posiciones públicas (de algunas federaciones y cámaras empresariales, o simplemente capitalistas emblemáticos) han dejado en evidencia que aquel anterior respaldo contundente del 2018 ha girado hacia la personal desconfianza, o la abierta antipatía.
Y entonces Bolsonaro, que ve que los caminos “democráticos” del juego político -en tanto ámbito de negociaciones de los intereses socialesya no van a redituarle recursos de subsistencia política, decide ir en otra dirección. No lo hace desde la nada: buena parte de trayectoria pública y lo que lleva de gestión como presidente tienen bastante que ver con “empoderar” elementos que habiliten y robustezcan ese otro camino: allí están los más de 6.000 militares trabajando en el Estado, el incentivo a una “cultura política” fijada en la violencia -verbal o física-, el constante rechazo a la fundamentación (racional o científica) de las acciones públicas y el permanente hostigamiento a las minorías.
Bolsonaro debe decidir el rumbo que le permita generar condiciones de subsistencia política.