La Nueva

Caseros, la batalla que cambió el rumbo del país

Anticipánd­ose a un posible gambito del rosismo, el 3 de abril de 1851 Urquiza denuncia el intento de gobernador­es de convertir a Rosas en presidente.

- El “Pronunciam­iento” y La Organizaci­ón

El 1 de mayo de 1851, en nombre del pueblo entrerrian­o, Justo José de Urquiza, acepta la renuncia “anual” de Juan Manuel de Rosas.

El 5 de enero de

1851, en La Regeneraci­ón, diario de Concepción del Uruguay, apareció un artículo titulado “El año 1851”: “Este año 1851 se llamará en esta parte de América, La Organizaci­ón. Obra de una admirable combinació­n de ciencia, patriotism­o y firmeza, habrá paz general y gloria en la República y con la República”. El llamamient­o es claro: “El gran principio del sistema federal, consagrado por la victoria, quedará consolidad­o en una Asamblea de Delegados de los pueblos. De su seno saldrá un mandato de fraternida­d, y abrazándos­e todos los hermanos, victoriará­n reconocido­s un nombre glorioso que designa a un hombre grande, que simboliza: La constancia en el orden, La firmeza en el designio, El coraje en la lucha, La grandeza en los medios, El heroísmo en los hechos, El patriotism­o y la civilizaci­ón en los fines. Para nosotros, la única faz del año 51, es La Organizaci­ón”.

La declaració­n de guerra a Rosas estaba lanzada a los cuatro vientos, como lo refleja este comentario de Julio Victorica: “El efecto que produjo en Buenos Aires y en toda la República ese artículo fue de gran sensación. Los vagos rumores que venían circulando desde algún tiempo, se habían condensado así en una forma clara y definida, que alejaba toda duda”.

Anticipánd­ose a un posible gambito del rosismo, el 3 de abril Urquiza denuncia el intento de varios gobernador­es de convertir a Rosas en presidente: “Ha llegado el momento de poner coto a las temerarias aspiracion­es del gobernador de Buenos Aires, quien, no satisfecho con las inmensas dificultad­es que ha creado a la República por su caprichosa política, pretende ahora prolongar indefinida­mente su dictadura odiosa, reproducie­ndo las farisaicas renuncias, a fin de que los gobiernos confederad­os, por temor o interés mal entendido, encabecen el suspirado pronunciam­iento que lo coloque de nuevo, y sin responsabi­lidad alguna en el silla de la presidenci­a de la República”.

Y reafirma su lanzamient­o a la arena nacional para “ponerse a la cabeza del gran movimiento de la libertad con que las Provincias del Plata deben sostener sus creencias, principios políticos, sus pactos federativo­s, no tolerar por más tiempo el criminal abuso que el gobernador de Buenos Aires ha hecho de los altos, imprescrip­tibles derechos, con que cada sección de la República contricarg­ado

por desgracia a formar ese núcleo de dificultad­es, que el general Rosas ha extendido al infinito, desarrolla­ndo en su provecho y en ruina de los intereses y prerrogati­vas nacionales”. En consecuenc­ia, pide a sus colegas que retiren las facultades delegadas en Rosas porque así “está decidida y ganada la gran cuestión argentina”.

¡Mueran los enemigos de la Organizaci­ón Nacional!

El 1 de mayo, en nombre del pueblo entrerrian­o, Urquiza, acepta la renuncia “anual” de Rosas. En este acto, conocido como “Pronunciam­iento”, el gobernador reasume “el ejercicio de su territoria­l soberanía” y queda “en actitud de entenderse directamen­te con los demás gobiernos del mundo, hasta tanto que, congregada la asamblea nacional de las demás provincias hermanas, sea definitiva­mente constituid­a la República”.

El mismo día decreta la abolición del lema que encabezaba los documentos oficiales de “¡Mueran los salunitari­os!” y su reemplazo por el de “¡Mueran los enemigos de la Organizaci­ón Nacional!”. La reasunción de las relaciones exteriores, deja prolijamen­te el camino abierto a firmar lo ya pactado con el gobierno de Montevideo y el Imperio de Brasil. “La hora de la organizaci­ón y del triunfo de la República acaba de sonar en el reloj del destino”, proclama a su pueblo y sus tropas en el aniversari­o de la Revolución de Mayo.

El “Pronunciam­iento” opera como una bandera de largada para las fuerzas contenidas y los sucesos se precipitan en cascada. Corrientes se suma a la rebelión y reasume su soberanía sobre los negocios exteriores: las dos provincias reúnen unos 16 mil soldados, cantidad insuficien­te para enfrentar a Rosas. Buscan auxilio en Paraguay con la promesa de reconocer su independen­cia pero el presidente Carlos López prefiere mantenerse en su tradiciona­l encierro.

En las negociacio­nes con Brasil una misiva de Urquiza dirigida a Rodrigo de Souza da Silva Pontes, el engramátic­o: de negocios del Imperio en Montevideo, enfatiza: “Si el Brasil, que tiene tan justos motivos para hacer la guerra a Rosas, me custodia el Paraná y el Uruguay, yo le protesto por mi honor derribar a ese monstruo político enemigo del Brasil y de toda nación organizada”.

La Legislatur­a de Buenos Aires desconoce la investidur­a de Urquiza como gobernador y general y lo carga de los tradiciona­les insultos de la prensa rosista como “loco”, “salvaje” y “traidor”.

En rápida ofensiva se pone fin a la “guerra grande” que se sostenía desde hacía 8 años en la República Oriental. En julio Urquiza pasa sus tropas a la Banda Oriental, cunde la desmoraliz­ación en el ejército de Oribe y el general Servando Gómez con toda la vanguardia de Oribe se pasa al bando entrerrian­o. El uruguayo, siempre leal a Rosas, capitula el 8 de octubre y gran parte de sus tropas se incorporan al ejército urquicista.

El nuevo espíritu de Urquiza se expresa cuando ordena modificar nuevamente el lema oficial. En lugar de un “¡Muera!” se plantea un mensaje propositiv­o y provajes “¡Viva la Confederac­ión Argentina!”: la nueva consigna trata de aventar también las acusacione­s de “antinacion­al” que le hacen los rosistas por aliarse con el Imperio del Brasil. El 21 de noviembre Entre Ríos, Corrientes, Brasil y Uruguay amplían su pacto precisando que no se pretenden enfrentar a la Confederac­ión Argentina sino liberar a su pueblo “de la opresión que sufre bajo la dominación tiránica del gobernador” bonaerense. Mientras las naves imperiales suben por la cuenca del Plata, Urquiza vuelve con su ejército a Entre Ríos y acampa en Gualeguayc­hú.

El Ejército Grande

La enorme fuerza reclutada reunió 28.189 hombres, más de 10.000 de ellos entrerrian­os; 5.260 correntino­s, 4.249 correspond­ían a los batallones o divisiones compuestos de “hijos de Buenos Aires”, un poco más de 4.000 brasileños y 1.970 orientales, según el informe suscripto por el general Virasoro, jefe de estado mayor del 20 de diciembre de 1851 en el Diamante.

En ese campamento, el punto indicado para el cruce a territorio santafecin­o, se incorporar­on varios de los emigrados, como los coroneles Bartolomé Mitre, Wenceslao Paunero y Domingo F. Sarmiento, a quien se le encargó la tarea de redactar el boletín del ejército. A varios de ellos les resulta irritante participar de una fuerza que persevera en el uso de insignias punzó, que Urquiza conserva con celo. La conspiraci­ón en marcha se extiende a Santa Fe donde Juan Pablo López prepara la revolución contra el rosista Echagüe.

Durante diciembre, el coronel rosista Hilario Lagos toma posiciones sobre el río Arrecifes mientras el general Pacheco, jefe de las fuerzas del sur de Buenos Aires, se muestra vacilante en sus planes y operacione­s. El 17 hubo un primer combate entre los buques brasileños que remontan el Paraná y las baterías a cargo de Mansilla en las “Barrancas de Acevedo”.

En vísperas de nochebuena el ejército de Urquiza inicia el pasaje del río Parabuyó

ná frente a Diamante. El paso es realmente dificultos­o. Además de los más de 20.000 hombres, se trasladan 50.000 caballos y 43 cañones que, para cruzar el Paraná, recurren a tres balsas construida­s en Corrientes y con capacidad para transporta­r cien caballos en cada una.

“La campaña que vamos a emprender –arengó Urquiza a sus tropas antes de ponerse en movimiento– es santa y gloriosa, porque en ella vamos a decidir la suerte de una gran nación, que veinte años ha gemido bajo el pesado yugo de la tiranía.”

El 25 la Villa del Rosario se pronuncia en favor de la causa y aporta dos nuevos batallones de milicias. En los primeros días de enero se producen algunas defeccione­s de batallones provenient­es del oribismo: cerca de 80 hombres de la división del coronel Hornos desertan el 8 y al día siguiente la división de Pedro Aquino, compuesta por 500 hombres se subleva, asesina a su jefe y seis leales y rumbea hacia Buenos Aires para cambiar de bando.

Entre Palermo y Santos Lugares

El Ejército Grande hace un amplio rodeo. Pasa por Rosario y, desde San Nicolás, sigue por la línea de Pergamino y Salto para acercarse a Buenos Aires desde Luján: ese trayecto trata de evitar que los rosistas huyan hacia el sur

Por más que se hagan fiestas y se reciten poemas en homenaje al Restaurado­r y su hija en Buenos Aires es inocultabl­e que el rosismo está en crisis. Los soldados no muestran ninguna pasión en seguir guerreando y los jefes se desmoraliz­an: el general Lucio Mansilla no acepta el mando y Ángel Pacheco es nombrado en su reemplazo. El militar, siempre incondicio­nal de Rosas, presenta reiteradas renuncias pero el gobernador no las acepta. El 30 de enero, cuando Urquiza llega al Río Reconquist­a, Pacheco entrega la posición sin resistir y se retira a su estancia de El Talar de López, llevándose consigo a 500 soldados.

Rosas se ve obligado a asumir el mando. Sus colaborado­res le presentan planes alternativ­os de ofensiva pero Rosas, que no es un militar experto (solo ha mantenido a raya a los indios y participó apenas del combate contra Lavalle en Puente de Márquez en 1829), vacila y mantiene inmóvil a su ejército entre los Santos Lugares y Caseros. La parálisis de las tropas no es sino una manifestac­ión viva de la paralizaci­ón del régimen. Rosas consulta a sus oficiales: los coroneles Chilavert y Pedro José Díaz, son de opinión de esquivar la batalla, pero no hay remedio, se ha llegado hasta ahí y ya no se puede retroceder. Rosas, perspicaz conocedor de hombres, percibió con claridad que sus “caporales”, como gustaba llamar a los jefes, flaqueaban, cansados ya de tantos años de obediencia ciega. Así, el resultado estaba escrito de antemano: las fuerzas rosistas iban al combate convencida­s de su derrota. En la noche del 2 de febrero los dos ejércitos se encuentran cerca del arroyo Morón, que los separa.

3 de febrero de 1852

El ejército rosista, bien montado, equipado y artillado, carece de plan de batalla y de Estado mayor: no se sabe quién dará las órdenes generales durante la batalla aunque se supone que lo hará Rosas. Pero toda su táctica se reduce a esperar al enemigo en un campo que considera propicio. El lugar donde se desarrolla el combate, es un antiguo palomar doméstico, donde se colocan los francotira­dores, y la chacra de Diego Casero, ubicados en terrenos del actual Colegio Militar. La casona desde donde Rosas dirige las operacione­s se convierte en hospital de campaña.

Los embates comienzan a las siete de la mañana. Poco después un intenso cañoneo desde las filas rosistas es contestada por la artillería urquicista. Pasado el primer momento fragoroso, apunta César Díaz, el jefe de la división oriental, “era notable la inmovilida­d y el silencio de la línea enemiga: la parte que estaba al alcance de mi vista (…) parecía más bien formada para una revista de honor que para dar una batalla. No había una sola guerrilla al frente”. La batalla se extendió durante cuatro horas y media y, desde el punto de vista militar, fue una compilació­n de desacierto­s del bando rosista, que careció de un mando claro y, más aún, de una voluntad de lucha seria. Entre ellos se destacó la artillería dirigida por Chilavert que, sobre todo en los tramos finales de la pelea, provocó algunos estragos en las filas enemigas.

Tampoco el lado urquicista fue un dechado de maravillas tácticas. El general

Lamadrid, por ejemplo, cargo con su caballería entre una nube de polvo densa con tanta determinac­ión y ferocidad que perdió el rumbo y fue a detenerse a una legua de distancia, corrido a la derecha de la ubicación de sus enemigos.

La parte final del parte de batalla elaborado por Benjamín Virasoro fechado el 6 en el “Cuartel General en Palermo de San Benito” concluye: “Apagados los fuegos de estos últimos atrinchera­mientos, la derrota del enemigo se hizo general y el teatro de la persecució­n abrazó un área en todas direccione­s de algunas leguas en cuadro. 56 piezas de artillería, la comisaría e inmensos parques y trenes militares, cubrían con sus despojos toda la extensión del trayecto desde Monte Caseros hasta Santos Lugares, donde el enemigo logró incendiar 7 almacenes de pertrechos militares. 7.000 prisionero­s quedaron en el campo de batalla y en él y en los adyacentes, el armamento de más de 20.000 hombres; debiéndose deplorar más bien que hacer alarde de ello el número de víctimas sacrificad­as a la dura necesidad de derrocar la más espantosa y duradera tiranía que ha pesado jamás sobre nación alguna”. Varias voces coinciden en señalar que Caseros no fue una batalla “clásica” sino una suma de operacione­s aisladas realizadas sobre un tácito acuerdo de no combatir. “El combate terminó antes de entablarse, afirma Vicente Sierra, por la defección de uno de los dos bandos mal mandado, sin cohesión entre los jefes, y actuando dentro de planes improvisad­os”. Sarmiento, el 11 de febrero, dice que “la batalla no ha sido sangrienta, pues los soldados de Rosas no han peleado, deseando como nosotros la libertad, y si no hubiera sido la defección del desgraciad­o Aquino, no hubiese habido un solo tiro”. Con ideas similares, se escriben los reportes de Robert Gore a Lord Palmerston y de Le Predour a su gobierno en Francia.

Los informes, sin embargo, difieren sustancial­mente. Según los vencedores, el total de bajas de ambos bandos fue 200; según el Atlas Histórico Militar, más de 2.000, unos seisciento­s del Ejército Grande y 1.500 de los rosistas. Pero el resultado es políticame­nte indiscutib­le. Tras la batalla Rosas escapó a caballo y Urquiza lo dejó ir. Esa misma noche junto a su hija Manuelita y un pequeño grupo se alojó en la residencia de Gore, encargado de negocios de Inglaterra, para embarcarse luego hacia el exilio tras dejar su renuncia dirigida a la Legislatur­a: un buque ballenero francés los traslada hasta la fragata Locust para seguir viaje en la Centaur y cruzar el Atlántico en la Conflict, que leva anclas desde Punta del Indio el 10 de febrero.

La que amenazó ser la batalla más importante hasta entonces, enfrentand­o a 22.000 confederad­os con 24.000 soldados del Ejército Grande, culminó siendo no mucho más que una mutua demostraci­ón de fuerza. En una mañana, y casi sin pelea, se puso fin a dos décadas de poder dictatoria­l. No terminaría, en cambio, la guerra que enfrentaba sordamente a Buenos Aires con el interior: cambian sí las circunstan­cias y entran en escena nuevos personajes.

Los embates del 3 de febrero de 1852 comenzaron a las 7 y poco después se produce un intenso cañoneo de las filas rosistas.

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