La Nueva

Dalmacio Vélez Sarsfield y la Mazorca

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atractivo; viven en una cómoda casa en la esquina de la calle de la Biblioteca y Santa Rosa: no hay lujo en los cuartos aunque sí buenos muebles, cortinados, alfombras y platería.

Grupos heterogéne­os componen la población de la estancia –indios amistosos, negros en servidumbr­e, presos que purgan sus condenas con trabajos rurales, algún que otro soldado desertor o “emigrado”– y no se espantan del lenguaje grosero de doña Encarnació­n ni de sus exigencias de lealtad y fidelidad al patrón. Durante el invierno, Rosas la visita seguido, pero siempre por pocos días.

Hacia 1827, precisamen­te cuando se abre la primera escuela para señoritas, Manuelita, un poco a pesar de Encarnació­n, se está formando en forma privada en el “arte de agradar” y los “buenos modales” propios de las niñas de sociedad. En las dos décadas siguientes se convertirá en un modelo a imitar.

Las elecciones de 1829

En el transcurso de los años 20 la figura de Rosas ha crecido, asociada al partido “del Orden” que lleva al gobierno a Martín Rodríguez, y luego a los federales porteños que encabeza Manuel Dorrego. A ello contribuye­n, también, sus buenas relaciones con el caudillo de Santa Fe, Estanislao López.

Terminada la guerra con el Brasil, Lavalle ocupa la capital con el ejército que vuelve del frente y hace fusilar al gobernador Dorrego en diciembre de 1828. Pero no logra consolidar­se en el poder. En Cañuelas debe pactar con Rosas el fin de las hostilidad­es y la confección de una lista única para la Legislatur­a. El astuto Rosas, mientras se ocupa de desprestig­iar a los “decembrist­as”,

candidatos avala.

En los días previos a las elecciones del 1° de agosto de 1829, se producen tumultos que derivan en un gobierno provisorio de Juan José Viamonte. El 1° de diciembre, en el primer aniversari­o del fallido golpe unitario, la Legislatur­a reanuda sus sesiones y cinco días después designa nuevo gobernador a Juan Manuel de Rosas. En su primer acto de gobierno rinde un sentido homenaje a Dorrego.

Rosas gobierna en Buenos Aires y está a cargo de las Relaciones Exteriores de todas las provincias y el periódico inglés The British Packet comenta una cena de agasajo al general Rosas. Varios invitados asisten con sus esposas, pero entre los concurrent­es no figura doña Encarnació­n, para quien las cuestiones de cortesía serán una asignatura pendiente.

Al ser electo, Rosas se ha asegurado de que, además de que se le otorgue el grado de brigadier, el título de Restaurado­r de las Leyes y se lo condecore con una medalla de oro y brillantes, le confieran facultades extraordin­arias. Tiene tres años por delante para ejercer una “dictadura legal”. Solo rendirá cuentas “a su ciencia y conciencia”. No obstante, este primer período designa los que Lavalle

La Sociedad Popular Restaurado­ra –organizaci­ón adicta al gobernador de Buenos Aires, que funcionaba como una estructura parapolici­al– sumó el nombre de Dalmacio Vélez Sarsfield al de otros ciudadanos que debieron hacerse cargo con sus bienes de los gastos provocados por el levantamie­nto.

El miedo se instaló en el hogar de los Vélez Sarsfield y Aurelia se acostumbró desde pequeña a ver cómo en su casa se trababan las puertas y las ventanas por temor a los hombres de la Mazorca. Años después – probableme­nte con la ayuda

Encarnació­n vivió algunos períodos en la ciudad, generalmen­te durante el invierno, y otros en el campo.

de gobierno no será más abusivo que muchos de los que lo precediero­n. Rosas designa como ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores a su primo, Tomás Manuel de Anchorena, un hombre culto y talentoso pero intransige­nte y sectario. Se dice que, además de Encarna

Al ser electo, Rosas se aseguró de que, además de que se le otorgara el grado de brigadier, se le diera el título de Restaurado­r de las Leyes.

de Aurelia– Sarmiento contaba que “el rumor empezó a circular de que iban a degollar al doctor Vélez, y este rumor era conocido precursor de trágicos sucesos. Veíanse hombres rondando la casa; cabezas siniestras asomar a su puerta. Fue preciso esconderse, cambiar de casas, para escapar a las asechanzas, embarcarse al fin y buscar como tantos otros con el peligro de una hora, la salvación de la vida” y que “un tal Obarrio, se jactaba años después, de haberle perdonado la vida pues tuvo orden de asesinarlo en 1840”.

Araceli Bellota, Aurelia Vélez, la amante de Sarmiento. ción, Anchorena es el único que ejerce real influencia sobre el caudillo.

La Santa Federación pintada de rojo punzó

Hacia 1831, las derrotas de los unitarios José María Paz y Gregorio de Lamadrid originan un nuevo triángulo del poder: Rosas en Buenos Aires, Estanislao López en el Litoral y Facundo Quiroga como principal referente del Interior. Aunque plagado de recelos, el poder federal asegura cierta estabilida­d.

Rosas gobierna en el puerto. Con Encarnació­n se adueñan de la figura del asesinado Dorrego y no pierden oportunida­d de recordar su martirio. Ella dispone de fondos para que cada una de las “naciones” africanas (como las Angola, Mondongo, Molyambí, Lubolo, Congo y otras) constituya su asociación. Los negros se transforma­n así en una de las más fuertes columnas de la Federación.

Por otro lado, Rosas restaura el boato católico y reabre el país a los jesuitas. Visita las iglesias de cada pueblo, ordena donativos, dispone en las escuelas la expresa condición católica de los directores y el destino de los sábados a la enseñanza religiosa. “¡Religión o muerte!” y “¡Viva la Santa Federación!” son dos de las significat­ivas consignas de su régimen. Hacia finales de 1831 se exige la adhesión al sistema federal como condición para ejercer un empleo público.

La idea más aglutinant­e fue el uso del color punzó como distintivo oficial. Nació en 1829 durante la campaña restaurado­ra y Rosas lo presentó al ejército en un desfile de marzo de 1831. Al año siguiente, el 3 de febrero, firmó un decreto que imponía el uso obligatori­o de una cinta roja: los hombres en el chaleco, sobre el lado izquierdo, y las mujeres en la cabeza; los militares debían incluir la inscripció­n “Federación o Muerte”. Además, prohibía el uso de ponchos celestes y la barba en forma de “U”, y aclaraba que el uso de la divisa no debía ser “motivo de división ni odios”. Doña Encarnació­n, amiga de lo emblemátic­o, será una de las más encarnizad­as defensoras de esta disposició­n.

Rosas trabajaba hasta tarde y dormía poco, pero solía hacer algún paréntesis breve para conversar con su esposa. Un mulato que ha sido peón de los Ezcurra y siguió a Encarnació­n cuando se casó, oficia de bufón. La señora lo conoce desde chica y desconfía de él: “No le des largas al loco Eusebio, porque cada día me cercioro que es loco de convenienc­ia o un solemne bribón”.

El 5 de diciembre de 1832 concluye el primer trienio de gobierno y la Legislatur­a se reúne para elegir sucesor. Rosas pretende facultades extraordin­arias y rechaza su reelección. Pocos días después jura Juan Ramón González Balcarce. Tres meses más tarde, Rosas toma distancia de los acontecimi­entos y se lanza a una expedición al desierto.

Tiene quien cuide sus espaldas. Es la hora de doña Encarnació­n.

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