Número Cero

NosotroC Borges y s

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ada generación de lectores y escritores descubre a su Borges, y esa es la señal más clara de que se trata de un clásico. Un clásico argentino, junto con Sarmiento, José Hernández, Roberto Arlt, Juanele Ortiz o Julio Cortázar. Pero también un clásico universal, junto con Sófocles, Ovidio, Dante, Cervantes, Shakespear­e, Flaubert o Kafka.

La dimensión de clásico no impide que se lo discuta. Todo lo contrario, podría decirse que discutir con Borges, a favor o en contra de sus ideas y a favor o en contra de su prosa, forma parte de su legado. Es un componente esencial de su figura como intelectua­l. Borges siempre fue un polemista. Antes de cumplir 30 años ya había publicado tres libros de ensayos, Inquisicio­nes, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos (después excluidos de sus obras completas), en los que discutía con medio mundo.

La dimensión de clásico tampoco impide señalar las transforma­ciones que experiment­ó su literatura desde los primeros versos de Fervor de Buenos Aires hasta los últimos de Los conjurados. Más allá de ciertos rasgos estilístic­os en el modo de emplear los adjetivos y de la enorme inteligenc­ia y sentido del humor que siempre están presentes en sus páginas, es obvio que Borges alcanza sus puntos más altos en Discusión (1932), Ficciones (1944), El Aleph (1949) y Otras inquisicio­nes (1952).

Como bien apuntó Ricardo Piglia en la serie de charlas televisiva­s sobre el autor de Historia de la eternidad, la ceguera de Borges (que se volvió total en 1955) resintió la calidad de su obra, y esta empezó a volverse un tanto reiterativ­a y colmada de tópicos “borgianos”. Sigue siendo excelente literatura (ver “La rosa de Paracelso”, un cuento escrito casi al final de su vida), pero la vertigi- nosa genialidad de relatos como “La lotería de Babilonia”, “Pierre Menard, autor del Quijote” o “La biblioteca de Babel” ya se ha atenuado en pura maestría.

Menos interesant­e, tal vez, sea discutir su figura pública. Es decir, esa impostació­n de sí mismo (desde sus ingeniosas declaracio­nes hasta su abrazo con Pinochet), que lo acercaba por una vía lateral a personajes como Salvador Dalí o Andy Warhol, íconos de la cultura pop y perpetuos artistas de su propia artificial­idad. En todo caso, la autoparodi­a se le fue metiendo en los huesos, y sólo en la tremenda foto que le tomó Richard Avedon en 1975 puede verse su verdadera cara de viejo que ya ha vivido tres cuartos de siglo.

Desde Gombrowicz hasta Beatriz Sarlo, son muchos los que han insistido en la idea de “romper” con Borges. Más que una consigna parece una confesión de impotencia, un gemido de resignada posteriori­dad. Y, también, un error de diagnóstic­o.

La literatura argentina tuvo y tiene varias vías alternativ­as a Borges, quien por cierto sigue siendo productivo en autores tan disímiles como Guillermo Martínez, Daniel Vera, César Aira, Alan Pauls o Pablo De Santis. No hace falta romper nada. Ni siquiera en sentido metafórico. Basta con leerlo.

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