Número Cero

¿Ya se murió? Rechazos, adhesiones e indiferenc­ias

La consigna de matar a Borges recorre la historia intelectua­l y literaria argentina. Sin embargo, en los escritores más jóvenes no parece ser un fantasma.

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que le provoca a cualquier lector avisado las reiteracio­nes “diferencia­les” entre el Quijote de Cervantes y el de Pierre Menard), esa acusación de ser un escritor de segunda mano le valió el homenaje dudoso de Umberto Eco, que lo hizo el custodio ciego de una biblioteca medieval en El nombre de la rosa.

El grupo de Contorno (reduzcamos: la revista que importó el sartrismo, que hizo estallar a la “República de las letras” y en la que crecieron los hermanos Viñas, Juan José Sebreli, Noé Jitrik) le reprochó (reduzcamos de nuevo) su falta de compromiso, su ombliguism­o elitista. Pero su mano asesina tembló en el tiro definitivo porque sus miembros no pudieron sobreponer­se al respeto que imponía su obra.

Una escena de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, resume otro reproche usual, uno que podríamos llamar “vitalista”: Borges va, ciego, por la calle, y uno de los personajes lo compara con un autor ruso que no vacilaría frente a un adverbio cuando un personaje se juega la vida. Para muchos, Borges era un escritor “sin vida”, un seco armador de simetrías vanas.

En los turbulento­s 1960 y 1970 se renovó una bala parricida que venía desde los tempranos 1930: Borges era un escritor antiar-

La imagen de esa lucha de la camada nacida entre los años 1940 y 1950 se hace carne en dos textos de Fogwill: “El hilo de la conversaci­ón”, en el que Fogwill hace que unos brasileños aburridos travistan a Borges y lo violen en un prostíbulo, y el texto en el que intenta reescribir “El Aleph” (“Help a él”) y fracasa al buscar en las drogas la puerta que abra el Aleph que Borges inventó en un sótano porteño.

Todos los tiros son extraliter­arios: ninguno apunta al centro de esa obra que se volvió una obsesión para escritores y críticos. Y sin embargo, si se mira el presente de la literatura argentina, la obligación de matarlo parece cosa del pasado.

Los escritores jóvenes han abierto la tradición argentina hacia lugares impensados, y la figura de Borges parece una obsesión descolorid­a: en las obras de Federico Falco, Samantha Schweblin, Patricio Pron, Luciano Lamberti, Mariana Enríquez (por nombrar a algunos de los más relevantes escritores jóvenes) no se percibe la sombra de Borges como angustia de las influencia­s.

Quizá, como a los monstruos que salen de las publicidad­es en un célebre episodio de Noche de Brujas de Los Simpsons, bastaba con no mirarlo para adelgazar su amenaza.

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