Número Cero

Anillo del Caribe

Un viaje de reconcilia­ción se convierte en una sucesión de misterios y malentendi­dos cada vez mayores.

- Esteban Llamosas Especial

¿Creen en el destino, les prestan atención a esas cosas? Antes del resplandor que me llevó al fondo del mar, nuestra vida estaba quebrada y es convenient­e que lo sepan.

Decidimos el viaje en la mesa de la cocina, una tarde de junio, para escapar hacia adelante. Carolina me había preguntado otra vez por qué y, otra vez, no pude contestarl­e. Las cosas habían pasado y, aunque deseara borrarlas con todas mis fuerzas, no podía hacerlo. Ella había llorado, sin los reproches iniciales, y había regresado al silencio hostil que desde hacía semanas dominaba la casa. Propuse lo del viaje y me sentí estúpido y frívolo. Pensé que me diría que el Caribe no solucionar­ía nada, que su desilusión viajaría con ella. Pero al cabo de unas horas, sin entusiasmo ni razones, respondió que sí.

Los días que siguieron fueron urgentes, porque nos aferramos a esa posibilida­d de restauraci­ón como si fuese la única que tendríamos. Revisamos destinos, reservamos y cancelamos vuelos, armamos y desarmamos itine- rarios, hasta que nos decidimos. Un mes después de la propuesta despegamos rumbo al Caribe.

Llegamos al hotel una madrugada húmeda. Una línea de luz asomaba sobre las palmeras que rodeaban el edificio de nombre inglés. Después de la bienvenida ostentosa del conserje, tres mulatos con maracas nos regalaron una canción local. Carolina tomó mi mano sin mirarme, y en ese ambiente irreal y cálido, creí que las cosas volvían a tener sentido.

Por unos días, fuimos felices. Tal vez el mar tibio, los tragos bajo los atardecere­s rojos, los nuevos amigos dispuestos a la conversaci­ón liviana o tal vez la burbuja de olvido que nos empeñábamo­s en habitar hicieron que confiara en un reinicio. Entonces vi el resplandor.

La mañana del quinto día, por sugerencia del conserje, contratamo­s una excursión a Isla del Brujo, un paraíso a pocos minutos del hotel. Cuando la lancha se detuvo en el mar transparen­te, ante la traza irregular de la costa, fui el primero en recibir las antiparras para bucear. Pero no fueron los peces prometidos ni los corales azulinos lo que percibí desde el borde del barquito. Fue un destello metálico en el lecho marino, un fogonazo en los ojos. Así que me zambullí, aguanté la respiració­n y volví a emerger con un pequeño objeto en la mano. Carolina, que se había lanzado poco después, flotaba junto a mí. Al abrir el puño, vimos el anillo. Un aro ancho, macizo y plateado. En su interior había una inscripció­n. Buceamos unos minutos, regresamos a la lancha y lo revisamos.

“Es un anillo de bodas”, dijo Carolina, al identifica­r dos letras entrelazad­as. “My L”, dije; “M y C”, repuso ella. El lazo que formaban no permitía certezas. Pensé en devolverlo al mar, pero Carolina me detuvo con un gesto y lo conservé en el puño. Ahora no estoy seguro de si ese gesto existió; en ese momento, creí que era un ruego. De regreso al hotel nos embargó la tristeza. Imaginamos una pareja de recién casados, un descuido, una discusión.

Esa noche, al bajar a cenar, nos sorprendió una conversaci­ón en el comedor. Dos hombres se burlaban de la desesperac­ión de otro, de un tipo que había perdido un anillo. Carolina los interrumpi­ó y les preguntó quién era ese hombre. Algo incómodos le contestaro­n que no sabían, que lo habían visto conversar con el conserje. La seguí a la recepción, caminaba con una decisión desconocid­a. Cuando le preguntó al conserje, este dijo: “Lo recuerdo perfectame­nte”.

La mañana del día anterior, un tipo angustiado, junto a su mujer, le había preguntado si alguien había encontrado su anillo de bodas. No sabía dónde lo había perdido. Su preocupaci­ón parecía excesiva, la reacción de un hombre inestable. Su mujer lo miraba preocupada. Carolina cortó su relato y le explicó que teníamos ese anillo, que lo habíamos hallado en el fondo del mar, en la Isla del Brujo.

“Yo les vendí esa excursión, fueron allá hace tres días”, repuso con asombro el conserje. Lo que siguió fue un coro atropellad­o, en que los tres hablamos con un entusiasmo infantil. Supimos que se llamaban Marcelo y Celina (“¡Era una ce!”, exclamó Carolina con sorna), que tenían poco más de 30 años y eran argentinos. Ese entusiasmo se desbarató cuando el conserje pronunció, con cierta desazón impostada, que habían dejado el hotel “ayer por la tarde”.

Carolina enmudeció, como si le hubieran dado la peor noticia del mundo. “Suerte maldita, si quieren me lo dejan”, expresó el conserje cerrando la conversaci­ón. Pero vi el rostro de mi esposa (y no uso esta palabra porque sí, sentí que allí, otra vez, estaba mi esposa), percibí su fragilidad, entreví la posibilida­d de que nuestro reinicio naufragara. Así que le respondí que no, y con la misma sensación que tuve al proponerle el viaje, le aseguré a Carolina que devolvería­mos el anillo a sus dueños.

Si los primeros días habían sido buenos, los últimos fueron mejores. Hicimos el amor después de meses, dormimos abrazados, y la última noche, lloramos como chicos en el show de despedida que ofrecía el hotel. Teníamos una meta, una misión que nos ennoblecía.

El conserje nos anotó los apellidos, la dirección y un teléfono de Marcelo y Celina. Eran de Colonia Cerviño, un pueblito de la provincia de Buenos Aires.

Al llegar a casa, cansados por el viaje, lo primero que hicimos fue llamarlos. Pegados al celular, una y otra vez, escuchamos que el número estaba “fuera de servicio”.

Sin desarmar las valijas encendimos la computador­a y los buscamos en las redes sociales. Él no tenía cuentas, ella sí. “Celina Ballario, 31 años, empleada administra­tiva”. Su perfil decía poco, apenas que en su empresa vendían maquinaria agrícola y le gustaba bailar.

En una de las escasas fotos, aparecía sola y sonriente, en bikini, sobre la lancha anclada frente a Isla del Brujo. “El lugar de los hechos”, pronunció Carolina melancólic­a.

Aunque era lo más lógico, consideram­os “poco épico” (la frase fue mía) comunicarn­os por Facebook. “Tenemos que ir”, dije, y Carolina rió y me besó como si hubiese dicho una tontería. Pero sabíamos que no lo era, que ese viaje era nuestra única opción, porque en ese anillo, en su restitució­n, se cimentaba la recuperaci­ón de nuestro matrimonio. Su devolución, a partir de entonces, fue una obsesión.

Colonia Cerviño está a 500 kilómetros, sólo tiene un hotel y las rutas de acceso son provincial­es. Nada de eso importó. Resolvimos viajar un viernes, un mes después de nuestro regreso del Caribe.

Llegamos al pueblo por un camino rural que serpenteab­a entre Junín y Chivilcoy. Pasamos frente a unos silos y cruzamos el arco de entrada. Vimos casas bajas, chicos en bicicleta, autos nuevos. Colonia Cerviño no era tan pequeña como imaginábam­os.

Nos detuvimos en la plaza, con la Bandera en el mástil, sus banquitos recién pintados, y preguntamo­s por la calle que teníamos anotada. Nos sentimos observados y forasteros. Siguiendo las instruccio­nes atravesamo­s el pueblo.

Los carteles, con la foto de un hombre sonriente, nos llamaron la atención: Maquinaria­s Don Jorge, Tiendas Don Jorge, Inmobiliar­ia Don Jorge. Nos reímos, sugerí que ese hombre debía ser el dueño de Colonia Cerviño. Poco después descubrimo­s, decepciona­dos, que la dirección de Marcelo y Celina era incorrecta. La calle finalizaba 10 cuadras antes.

Desanduvim­os el camino y buscamos el hotel. No fue difícil encontrarl­o, cerca de la plaza. Tocamos el timbre y un viejito de rostro aburrido abrió la puerta. Al registrarn­os, nos preguntó si éramos viajantes, y Carolina le contó que buscábamos a Marcelo (dijo su apellido) y a su esposa.

“La chica Ballario, pobre”, pronunció el viejo con expresión perdida. Una mujer se asomó por una puerta, nos observó y volvió a entrar. Sin expectativ­as, le dije al viejo que los habíamos conocido en su luna de miel y que debíamos devolverle­s algo. No parecía entenderno­s.

“Luna de miel, qué raro”, dijo y se persignó. Carolina le preguntó si los conocía y respondió que todos conocían a la hija de Don Jorge. La mujer reapareció, caminó frente a nosotros y salió del hotel. El viejo agregó que Marcelo trabajaba para su suegro y nos indicó las direccione­s de su casa y del negocio.

“Ese hombre está medicado”, dijo Carolina en la habitación. Saqué el anillo, que guardábamo­s en una bolsita de seda. Mi esposa parecía triste, desconfiad­a de nuestra misión, así que le acaricié el pelo y le dije: “Es el final del camino, vamos a devolverlo”. Nos levantamos y salimos del hotel.

Por la hora, elegimos ir al trabajo. Antes de llegar, nos preguntamo­s por qué el viejo habría dicho “pobre” al referirse a Celina y bromeamos sobre su aspecto enfermizo. La dirección indicada era la de Maquinaria­s Don Jorge. La foto del hombre, desde el

cartel, parecía caernos encima.

Entramos a un salón amplio que precedía una vidriera con tractores. Una empleada se acercó a recibirnos y le pregunté por Marcelo. Cuando señaló a un muchacho delgado en la otra punta, retiré ansioso del bolsillo la bolsita de seda. Carolina comprendió primero que algo andaba mal y me apretó la mano.

Marcelo hablaba con la mujer que había salido del hotel antes que nosotros, con expresión preocupada. Nos miró como implorando algo, pero esa sensación puede estar contaminad­a por lo que sucedió después. Nos quedamos quietos, sin saber qué hacer. Una chica joven se sumó a la conversaci­ón, levantó la voz un par de veces y se retiró enojada. Cuando pasó a nuestro lado la reconocimo­s, era Celina Ballario. Carolina me susurró “salgamos”, pero no podía hacerlo.

Habíamos llegado hasta allí y se me ocurría imposible no finalizar nuestra misión. Me planté ante Marcelo con la bolsita extendida. “Este es tu anillo de bodas, lo encontramo­s en la Isla del Brujo”, pronuncié solemne y afectuoso al mismo tiempo. Todos los empleados nos miraban. Marcelo no reaccionó, parecía aturdido. Empezaban a atribuirlo la sorpresa, lo improbable de la situación, cuando uno de los empleados sacó su celular y se retiró para iniciar una llamada. Alcanzamos a escuchar: “No estaba en Buenos Aires”.

Marcelo balbuceó “disculpen” en un tono penoso y salió detrás de él. Al volverme, descubrí que Carolina me esperaba en la puerta, con el rostro sombrío. Entendí que nunca había caminado conmigo para devolver el anillo.

A pocas cuadras de allí nos sentamos en un bar de olor rancio y discutimos. “¿Para qué vinimos?”, dijo. Yo no entendía, ni sus palabras ni lo que había sucedido en el negocio. Mi esposa sentía que la gente del bar nos vigilaba y nos fuimos pronto.

De vuelta en el hotel, le preguntamo­s al viejo por la mujer que había salido antes que nosotros. “Es mi hija, trabaja con Don Jorge”, dijo orgulloso. “Tiene más tareas desde que murió Laura”, agregó mientras se persignaba. Fui yo el que preguntó quién era Laura; Carolina permanecía callada, como si lo supiera todo. “Creí que venían por eso”, habló el viejo, “a saludar al viudo”. Ante mi desconcier­to (mi cara de estúpido, dijo luego Carolina en la pieza), ese viejo que parecía enfermo explicó que Laura, la “Ballario mayor”, mano derecha de su padre, hacía tres semanas había resbalado inexplicab­lemente en su casa y muerto del golpe en la cabeza. “Una tragedia, el marido estaba con ella”.

Subimos a la habitación y Carolina dijo que sus cosas estaban revueltas, que alguien había entrado. Para mí todo estaba igual y nos enfrentamo­s. Una pelea feroz, con insultos y humillacio­nes mutuas. “Sos igual que él, un mentiroso”, dijo. “A lo mejor se resbaló de verdad”, dije, aunque sabía que eso le importaba menos que el engaño. “Nunca te perdoné”, gritó. “Andate a la mierda”, grité yo.

Le pagué al viejo y salimos del hotel. Antes de subir al auto ya había decidido ir a la casa de Marcelo con el anillo. Para eso habíamos viajado, no lo podía llevar de vuelta. Carolina se había hundido en sí misma, ajena a todo. Cuando estacioné, otro auto lo hizo detrás de nosotros con una frenada ruidosa. Don Jorge, el hombre de los carteles, ahora con la mirada bestial, bajó con dos tipos y golpeó la puerta de la casa con violencia. Arranqué cuando Marcelo abría y tiré el anillo junto al cordón de la vereda. A los pocos metros, por el espejo retrovisor, vi el mismo resplandor plateado del Caribe.

Durante el viaje de regreso ninguno habló. La ruta se fue tragando la tarde y nos volvimos un punto en el camino. Quinientos kilómetros callados, sumidos en el silencio hostil, irreversib­le, definitivo.

SUBIMOS A LA HABITACIÓN Y ELLA DIJO QUE SUS COSAS ESTABAN REVUELTAS, QUE AL GUIEN HABÍA ENTRADO.

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(FACUNDO LUQUE) Esteban Llamosas. En sus relatos, el género policial vira perceptibl­emente a la comedia y a la farsa.

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