Aplicaciones para citas: la domesticación del amor
Tecnología sentimental Varios usuarios de Tinder, Happn y Grindr cuentan por qué y cómo usan esas herramientas para encontrarse con personas, cuáles son sus expectativas y sus miedos, y qué pasa si forman una pareja estable.
Desde hace poco más de cinco años, el inventario de seres humanos cuenta con una nueva categoría: el usuario de aplicaciones para citas.
Es común que en una reunión social haya al menos una de estas personas, y la reacción inmediata de su entorno concentra asombro, rechazo y alegría en un enorme y pesado “¿por qué?”.
El usuario de estas aplicaciones argumenta su uso con varias razones: comodidad, curiosidad, soltería, etc. Sin embargo, aquel no-usuario preguntón no puede sino considerar que su uso se debe al aislamiento social o a un impulso irrefrenable de satisfacer una necesidad que esquiva el “procedimiento normal”.
Si bien el uso de estas herramientas suma cada vez más adeptos, aún causa incomodidad ajena esa pareja que cuenta sus inicios vía Tinder. Así, estas reacciones desenmascaran uno de los mayores prejuicios en torno a las relaciones: nada duradero surge de encuentros en los que la premisa es el sexo.
¿Por qué esa mirada de lástima? ¿Por qué se cree que es un amor deslucido el que surge a partir de un nombre, una foto y una edad? ¿Por qué se desprestigia una relación cuyos involucrados anteponen el sexo a ese producto cultural que es la pareja? ¿Qué vienen a mostrarnos estos productos tecnológicos?
Qué es y quiénes las usan
En el universo de las citas vía aplicaciones para celular son tres las que acaparan el mercado: Tinder, Happn y Grindr.
Las tres son usadas por heterosexuales y gays, pero sólo la tercera es la pionera que nació pensada para el varón homosexual.
La mayor cantidad de usuarios en Córdoba figura en Tinder y Grindr, que son más utilizadas por la franja etaria que va desde los 25 hasta los 45 años.
Desde hace tres años. Belén tiene un perfil en Tinder. Tuvo épocas en las que usaba la aplicación más que otras, emigró un tiempo a Happn y regresó. Ha salido con individuos que le gustaron mucho, ha tenido momentos olvi- dables y algún que otro candidato permaneció en el tiempo.
En cada encuentro teme lo mismo: enfrentarse a un desquiciado que la mate o la hiera severamente.
El uso que hace de Tinder es bastante desprejuiciado: no le importa la cantidad de amantes en su haber, y celebra la existencia de un atajo para acceder a una noche de sexo sin los pasos intermedios.
Pero la liviandad desaparece cuando se le pregunta por la presentación en sociedad de una posible pareja de Tinder. “Y no, no me gustaría decir que lo conocí por ahí. Me daría cosa, no está tan bueno”, dice con una media sonrisa.
Belén nunca sintió el peso del juicio ajeno, pero en el caso de una relación seria parecen incluirse otras exigencias a la hora de publicitar el vínculo.
Así, la celebración de una relación regida sólo por el deseo sexual parece desaparecer una vez que se somete el vínculo a las categorías sociales de seriedad.
Para el resto de los casos se impone la imagen de un mero discurrir inútil y sin rumbo en el mercado de las ofertas sexuales. La monogamia avanza un casillero.
Velocidad o profundidad
Para comprobar si estas ideas funcionan sólo en los heterosexuales, fue necesario hablar con Lucas y Ezequiel, ávidos usuarios de Grindr.
Mientras que Lucas conforma sólo una parte de su staff amoroso vía Tinder y Grindr, Ezequiel circunscribe sus encuentros a Grindr. Así conoció amantes pasajeros, salientes breves y parejas estables que duraron más.
El mayor miedo de Ezequiel es que el sujeto no coincida con la foto del perfil: “Un par de veces llegué, vi que no tenía nada que ver con la foto y me fui”.
Lucas, en cambio, teme algo similar a Belén: “Como siempre me encuentro en alguna casa, me da un poco de inseguridad al comienzo, pero después se va”.
Ninguno de los dos se siente juzgado en tanto usuario. La acusación de promiscuidad surge antes, cuando se enfrentan al mar de prejuicios que soporta cualquier persona gay.
No hay problemas con el deseo, siempre y cuando esté amparado por los criterios de la cultura dominante.
De a poco, son cada vez más las parejas homosexuales que tienen los objetivos de una pareja heterosexual tradicionalista: casa, hijos, perro y auto. Los imperativos monogámicos triunfan una vez más.
Flavio atraviesa otra situación. Está enamorado de una chica a la que hace meses le dio un corazón en Tinder. Hablaron, se encontraron y rápidamente todo fluyó cómoda y maravillosamente. Ahora transitan los mismos descubrimientos que cualquier pareja sin el sello made in internet.
Pero antes de conocer a su novia tuvo una sensación precisa que expone el corazón de estas aplicaciones: “Me sentía dentro de un supermercado, con todo eso al alcance, pero con un bolsito muy chiquito: no había forma de que pudiera abarcar todo eso y tenía que elegir”.
¿Por qué ese pánico ante lo
inabarcable? ¿Por qué ese imperativo de tener que elegir en la inmensidad de Tinder?
Enfrentada a nosotros nos mira con curiosidad Nuria, quien jamás creyó posible abrirse un perfil en estas aplicaciones: “No sé por qué, pero no va conmigo. No soy buena presentándome por esos medios y no puedo saber si me gusta alguien si no lo veo”.
Desde afuera, Nuria entiende que un usuario busca sexo rápido y nada más. Es más un atajo al dormitorio que un modo de entablar contacto con alguien que tal vez sea de interés.
Todas las opiniones de estos treintañeros están mediadas por risas, hasta que surge la pregunta por la coexistencia de Tinder, Happn o Grindr con una pareja estable y exclusiva.
En ese momento, la liviandad de las relaciones, los cimientos de un amor libre y relajado se destrozan bajo el peso de la monogamia: “No le pediría que la cierre, pero no me gustaría que la tenga porque seguro yo la cerraría llegado ese punto”; “si me pongo de novio le hago cerrar la aplicación al toque”; “yo no la borro, la tendría ahí, pero sin usarla”; “que ella haga lo quiera, pero si me engancho con alguien no me interesa nadie más y cierro Tinder”.
Amantes civilizados
En todos los testimonios, incluido el de la no-usuaria Nuria, se diputan dos registros tan antiguos como la civilización: el estado de naturaleza y las construcciones culturales.
Instancias como las de estas aplicaciones liberan a las personas de las ataduras impuestas para que su biología corra libremente por el campo: se siente atracción y curiosidad por varias personas y un detalle puede despertar fantasías inflamables para la imaginación.
Sin embargo, si el impulso vital y los niveles de entusiasmo no decaen, aparece la cultura que estaba escondida en un arbusto. De inmediato surgen los mandatos alimentados de categorías, demandas e imposiciones. Por eso no está bien visto llevar al altar a quien se conoció en el libertinaje de las coincidencias virtuales.
Entonces, ¿a qué se debe el éxito de estas aplicaciones, a pesar del dedo acusador?
Su divulgación demuestra que por debajo de las construcciones culturales se esconde una usina de deseos e impulsos que pujan por alcanzar sus objetivos.
Desde la populosa cima enjui- ciadora, se considera que el ámbito donde gobiernan los criterios de atracción sexual responde a la promiscuidad porque es el ámbito que escapa –aunque sea sólo por momentos– a ese artefacto cultural que es la monogamia.