Número Cero

Periodista MILITANTE

El 24 de marzo se cumplen cuatro décadas de que el escritor enviara su desgarrado­ra carta a la Junta Militar. Un día después, fue asesinado y su cuerpo desapareci­do. Un legado que mantiene su vigencia.

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Un ingeniero de la palabra no podría haber construido de mejor modo una obra tan enorme en un cuento tan pequeño como Nota al pie. Allí, la nota al pie de cada página le iba ganando espacio a la historia principal, a medida que transcurrí­an los acontecimi­entos narrados.

En la vida de Rodolfo Walsh, también, el pie de la página terminó ganando su propia biografía: el militante y el luchador opacaron al escritor que mejor entendió cómo usar su máquina de escribir como un arma, para denunciar, investigar y perseguir la verdad, a través de distintas variacione­s en rojo de su obra.

El 24 de marzo se cumplirán 40 años de que Walsh enviase por correo, desde un buzón en Plaza Constituci­ón de Buenos Aires, su Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, una estremeced­ora pieza con valor periodísti­co e histórico que significar­ía además el epílogo de su carrera literaria y política, y de su vida. Un día después sería emboscado, herido, asesinado y desapareci­do, a los 50 recién cumplidos, pero con un legado que aún hoy es ejemplo de periodismo.

Periodista militante

Walsh perteneció a una época en la que “periodismo militante” no era sinónimo de desprecio, y más que a partidos políticos estaba ligado a ideales: denunció masacres, torturas, la muerte de su hija en su Carta a mis amigos, la persecució­n, con una pluma sensible, punzante.

“Mientras uno está fuera de todo contacto con la acción política, ya sea directa o por el medio que te rodea, está alienado en el concepto burgués de la literatura”, le decía a Ricardo Piglia en una entrevista publicada en La

Razón en 1973. “Hasta que te das cuenta de que tenés un arma: la máquina de escribir. Según cómo la manejás, es un abanico o es una pistola y podés utilizarla para producir resultados tangibles”.

Con cada máquina de escribir y un papel se puede, según Walsh, “mover a la gente en grado incalculab­le”.

Operación Masacre lo hizo, pero antes que nada lo movió a él, de cuna conservado­ra, educación religiosa, amante del ajedrez y dedicado a los cuentos policiales. Hasta entonces no sabía que existía “un amenazante mundo exterior”.

El fusilado

Tuvo que encontrars­e con un tipo que en un bar de La Plata le dijo “hay un fusilado que vive” para que Walsh comenzara a desenredar el ovillo de una historia extraordin­aria, la de los fusilamien­tos ocurridos en José León Suárez en 1956, a manos de la llamada Revolución Libertador­a, crimen organizado y ocultado del que nadie escribió hasta entonces. Walsh lo hizo con un estilo narrativo monumental, con una economía precisa de palabras, recorriend­o esa historia que podría ser una trama cinematogr­áfica, trágicamen­te cierta.

Nunca encontrarí­a la otra punta del ovillo, porque la historia que empezó aquel 1956 no terminó ni siquiera con su desaparici­ón, porque a partir de entonces su figura cobró una dimensión diferente, un símbolo de quien lucha por una utopía, armado hasta los dedos.

“Nunca le van a perdonar que se ha quedado siempre joven”, escribió Osvaldo Bayer.

Tras la publicació­n del libro, en 1957, Walsh tuvo que ocultarse en una isla del Tigre, con el seudónimo de Francisco Freyre. No sería su única identidad: en 1973, su nombre de guerra en Montoneros era Esteban, y también fue conocido como “el Capitán” o “Neurus”.

Todo en uno

Siempre se habla de las dos etapas de Rodolfo Walsh, del escritor y del periodista. Sin dudas, hay variacione­s, pero él siempre fue uno: el de la Historia y el de las

historias; el que se propuso ser un cronista de su tiempo, venciendo el miedo; el que quiso cambiar el mundo.

Nacido en Río Negro en 1927, realizó sus estudios secundario­s en Buenos Aires, y a los 17 años ya trabajaba en la editorial Hachette, como traductor y corrector. Su primer libro de cuentos, a los 20, fue toda una

sorpresa: Variacione­s en rojo ganó el Premio Municipal de Literatura de Buenos Aires. Su maestría literaria valdría para que luego su obra más política tuviera la fuerza que tuvo: una cosa es contar una historia, otra es saber contarla con las palabras justas, con los recursos y el ritmo necesarios.

Nueve años antes

Con Operación Masacre, Walsh fue el precursor del new

journalism (nuevo periodismo), incluso casi una década antes de que se acuñara el término con la publicació­n de A sangre fría, de Truman Capote, considerad­o el padre del género.

Además, aquella investigac­ión (que trabajó junto con la periodista Enriqueta Muñiz) y luego aquel libro fueron un grito de alerta, el prólogo a la tragedia argentina que vendría después, el capítulo inicial de Videla y Massera, protagoniz­ado por los dictadores Aramburu y Rojas, puesto a la luz por un escritor guiado por su conciencia.

La figura de Walsh es insoslayab­le en la historia cultural argentina: en él se sintetizan todas las luchas simbólicas de una sociedad, como un hombre que dio respuestas a las urgencias de la época, con creativida­d, palabras punzantes y liberadora­s. Lo hizo de nuevo con El caso

Satanowsky, sobre el asesinato en 1957 del abogado Marcos Satanowsky, y en ¿Quién mató a

Rosendo?, publicado primero en entregas quincenale­s del periódico de la CGT de los Argentinos, del que era jefe de redacción. Allí relató el asesinato de Rosendo García, dirigente de la Unión Obrera Metalúrgic­a.

Su lucha siguió un tiempo en Cuba, donde trabajó en Prensa Latina: él descubrió antes que nadie, gracias a su talento analítico, que EE.UU. estaba entrenando exiliados cubanos en Guatemala para la invasión por Playa Girón.

García Márquez contó aquella historia con palabras de admiración, cuando recordaba a Walsh intentando descifrar un cable cifrado que captaron, del jefe de la CIA en Guatemala hacia Washington. “Se empeñó en descifrar el mensaje con la ayuda de manuales de criptograf­ía recreativa que compró en una librería de La Habana. Lo consiguió tras noches de insomnio, sin haberlo hecho nunca y sin ningún entrenamie­nto, y lo que encontró dentro no sólo fue una noticia sensaciona­l para un periodista militante, sino también una informació­n providenci­al para el gobierno revolucion­ario de Cuba”.

El cable era un informe minucioso de los preparativ­os de un desembarco por cuenta del gobierno norteameri­cano.

Cazador

Eduardo Galeano, Osvaldo Bayer, García Márquez fueron algunos de los admiradore­s de Walsh. Este último lo describió como “un cazador en reposo”, aunque eligió una forma poética. Su última compañera, Lilia Ferreyra, lo describió incansable, “tecleando de noche o de día, escribiend­o las historias, corrigiend­o los textos que sólo yo había leído, porque eran los escritos inéditos que había ido acumulando en los años de clandestin­idad”. Lilia recordó el cuento Juan

se iba por el río, que desapareci­ó con él. “Empezaba así: Juan Antonio lo llamó su madre. Duda era su apellido. Su mejor amigo, Ansina, y su mujer, Teresa”.

Fue el último cuento que escribió Walsh, con material de una novela que decidió no escribir. “Es la historia del argentino derrotado del siglo XIX; del último argentino antes de las grandes inmigracio­nes. Del hombre del pueblo que había sido llevado de guerra en guerra, de tropa en tropa; que sobrevive a su tiempo y, ya viejo, recorre la memoria de su vida y de la época en que vivió. Que luchó junto con su amigo el negro Ansina en batallas que no eran las suyas, como la noche antes de Cepeda, cuando los hicieron formarse para escuchar la arenga del general Mitre, quien los exhortó a combatir por la Patria, y entonces el negro lo mira a Juan y le dice: “En la patria de ellos, yo me cago”.

En la Carta a mis amigos, de diciembre de 1976, narra la muerte de Vicki, su hija María Victoria, militante montonera, responsabl­e de la prensa sindical y con nombre de guerra Hilda.

“Fue a militar a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatía. Salió de esa experienci­a convertida a un ascetismo que impresiona­ba”, detalló Walsh, quien dijo que “el sentido del deber la llevó a relegar toda satisfacci­ón individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinam­ente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, sólo su sonrisa se volvía más desvaída. En las últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos: no pudo detenerse a llorarlos”.

Walsh agregó que se veían una vez a la semana o cada dos, en encuentros cortos, en la calle, en plazas. “Hacíamos planes para vivir juntos, tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíam­os, sin embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el último, y nos despedíamo­s simulando valor”.

Victoria llevaba consigo una pastilla de cianuro, con la decisión de que no iba a ser capturada. Cuando nadie hablaba de ello, Walsh narró que sabían de “el trato que dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisionero­s: el despelleja­miento en vida, la mutilación de miembros, la tortura sin límite en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la degradació­n moral, la delación. Sabía perfectame­nte que en una guerra de esas caracterís­ticas, el pecado era caer”.

“En el tiempo transcurri­do he reflexiona­do sobre esa muerte –recordó Walsh–. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota de lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonroso­s, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella: vivió para otros, y esos otros son millones”.

Hombre de oficios

Rodolfo Walsh fue lavacopas, limpiavidr­ios, comerciant­e de antigüedad­es, criptógraf­o, escritor y periodista con una producción con rasgos artesanale­s y personales.

Murió en su ley, luchando por encontrar verdades, escribiend­o con su arma perfecta, golpeando las teclas millones de veces, como cuando escribió sobre el Cordobazo: “Nuestras clases dominantes han procurado que los trabajador­es no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores. La experienci­a colectiva se pierde, las lecciones se olvidan”.

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(IlustracIó­n de Juan delfInI)

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