Bienvenido a los 40
¿Puede alguien hacer cumplir las normas que nunca respetó? ¿La tarea docente implica la disciplina? ¿Los 40 son los nuevos 30? ¿Se llega al conservadurismo en estos nuevos 30? Estas y otras preguntas se hace el cronista en este texto.
Cuando era joven me encontré por azar con un Compendio de psicología freudiana, escrito por el señor Calvin S. Hall. Vi en ese libro la oportunidad de ponerme al día con el venerado vienés, pero, como soy perezoso e inconstante, apenas pude leer una cuarta parte. De esa lectura me quedaron en la cabeza un par de nociones con esta formulación: Freud reconoce en los sujetos energías pulsionales que estos descargan en distintos objetos, no siempre con resultados benignos: las llama catexias. Para que esas energías sean educadas, hay que ejercer contra ellas fuerzas contrarias que Freud llama contracatexias. “Ejemplo: Un niño tiene que aprender lo que es malo mediante el castigo antes de que pueda establecer controles internos sobre su conducta”, dice Wikipedia, citando a Hall.
Al margen de que apenas me acuerdo del libro, esa noción, o la interpretación libre que yo hice a partir de su resumen, me quedó grabada. Siempre he tenido envidia de las personas que han tenido padres severos: para dar un ejemplo del grado de falta de límites con el que me he criado, mi padre siempre estimuló que yo faltara a la escuela, porque era (según una opinión que le atribuía a Pier Paolo Pasolini) un contenedor de idiotas; nunca en mi vida, ni siquiera en mi más tierna infancia, me fui a dormir antes de las dos y media de la mañana; nadie, en toda mi infancia, hizo el esfuerzo educativo necesario para que lavar los dientes se me hiciera un hábito automático.
Burocracia docente
No me llevo bien con las tareas burocráticas: soy docente, y llenar un libro de temas, que es una obligación, se me vuelve algo tan pesado como la piedra de Sísifo, así que a medida que el año transcurre acumulo páginas vacías que después tengo que llenar atropelladamente cuando vienen las inspecciones. Toda energía de control me ha parecido siempre conservadora y autoritaria, porque estoy criado como alguien que sólo tiene fe en sus catexias descontroladas, en una forma casi autodestructiva de libertad: he llegado a pasar días sin dormir, he comido el triple de lo que puede comer una persona para vivir una vida saludable, he ido a jugar al fútbol desgarrado (son apenas ejemplos, y tampoco voy a hacer en público un arqueo de caja de todos mis excesos).
Sin embargo, algo pareció cambiar en este último año. Con el inestimable crecimiento de mi higiene dental, también noté que mi tolerancia a la ruptura de la ley se hacía menor. Me volví un docente más estricto: antes creía que demandar ciertos rendimientos, performances o trabajos era algo fascista. Pero desde que empezó el año anterior empecé a sentir que demandar el cumplimiento en tiempo y forma de las tareas no era sólo mi deber, sino también una forma de ayudar a mis alumnos a controlar sus energías desbordadas en función de tener una vida saludable. Encontrarme diciendo eso en voz alta me daba un poco de ganas de vomitar. ¿En qué me estaba transformando?
Mi sorpresa más grande fue encontrarme haciendo la peor acción imaginable según mi ética histórica: un compañero de trabajo más joven, inflexible con los alumnos (en cordobés básico, brígido), preparó en febrero un examen irresoluble que confundió a los chicos. Cuando chequeé el examen, me di cuenta de que estaba lleno de errores de diseño. Busqué a mi alrededor alguien que pudiera resolver el problema, me encontré con que yo era la persona más grande del grupo de docentes involucrados: el de más antigüedad, el que mejor conocía la ley. Un poco perplejo, lo senté en un aula cerrada, le dije que no se tomara personalmente lo que iba a decirle, que lo decía hasta con cariño, pero que no podía exigirle a los chicos algo que no había cumplido, y que para completar la jornada sacando el empate tenía que tomar el examen que yo le diseñaba. Cuando terminó ese episodio de ejercicio de autoridad no me sentía mal, sino que sentía que había hecho mi trabajo. Lo curioso es que, casi por primera vez en mis 12 años como profesor, me sentí con derecho a caminar por la escuela con la sensación de haber cumplido con mi deber.
Normas cumplidas
A la noche de ese mismo día viajé a Villa Allende a ver a mi pareja (llamémosla L) y la encontré lidiando con su niña de 4 años, quizás el ser humano más hermoso del planeta, pero también una bola de catexias que se expresan en comportamientos intensos, a veces violentos. Yo estaba subido a mi éxito reciente como maestro en la combinación de represión y manipulación, así que le dije que me dejara negociar con ella las tareas que pretendía que realizara: usando psicología inversa (“claro, ella no es grande, no puede hacer eso”) logré que juntara sus juguetes; con alguna ocurrencia que mezclaba al odiado Disney con la odiada Barbie, logré que comiera sus verduras; usando la figura de su padre (estaba por visitarla en breve proveniente desde otro país) logré que se lavara los dientes. Cuando la niña se durmió, L salió y me miró irónicamente, porque lo que había en mi cara era digno de risa: el orgullo de hacer cumplir las normas que nunca nadie me había hecho cumplir a mí.
Winston Churchill decía que quien no es socialista a los 20 años no tiene corazón, y quien no es conservador a los 30 no tiene cerebro. Quizás con la extensión de la juventud los 40 sean los nuevos 30, y todo este cambio mío no era otra cosa que el acceso al conservadurismo. Asustado por esa idea, dejé que mis obligaciones se acumularan nuevamente: mientras escribo a toda pastilla, sin haber dormido (creo que tampoco me lavé los dientes), mi editora espera esta nota con ganas de matarme.
WINSTONCHURCHILL DE CÍA QUE QUIEN NO ES SOCIALISTA ALO S20 AÑOS NOTIENE CORAZÓN, YQUIENNO ES CONSERVADOR A LOS 30 NO TIENE CEREBRO.