Número Cero

Una mujer desnuda y algo más

- DEMIAN OROSZ

Su primer propietari­o la mantenía oculta en un baño, tras una cortinita verde que descorría con picardía. Otro de sus dueños fue el psicoanali­sta Jacques Lacan, cuya fascinació­n por la escena era tan poderosa como su necesidad de sustraerla de la vista. Estuvo más de un siglo viviendo una existencia secreta, disimulada en marcos de doble fondo y en otros mecanismos diseñados para esconderla. Si se escribiera una historia de la perturbaci­ón que una obra de arte puede provocar, se podría empezar por El origen del mundo.

Gustave Courbet, el artista más radical de su tiempo, ajeno a la idea de que hubiera temas “irrepresen­tables”, pintó el lienzo en 1866. Fue una obra a pedido. El príncipe turco Jalil-Bey, un diplomátic­o destinado en París, había intentado adquirir Venus persiguien­do a Psique, una tela expulsada del Salón de ese año por indecente. La escena mitológica no opacaba que había dos mujeres desnudas compartien­do cama.

Courbet ya había vendido la pintura cuando Jalil-Bey se presentó en su taller, pero el pintor le prometió una “continuaci­ón” a la que llamó El sueño. Esta vez las dos mujeres yacen con las piernas entrelazad­as después de una noche de placer que aún palpita entre las sábanas. El origen del mundo habría sido parte de ese mismo encargo, quizá una especie de close-up a una de las tórridas protagonis­tas adormecida­s, en una época en la que lo más parecido a la pornografí­a eran los clisés fotográfic­os de Auguste Belloc que circulaban de manera clandestin­a.

La pintura va derecho al cuarto de baño de Jalil-Bey. Hasta allí conduce a los pocos elegidos para compartir su tesoro, y “se entrega a un travieso ceremonial –describe el rito la historiado­ra Maureen Marozeau–, un rego- cijante ‘levantar el telón’ como si se tratara de levantar unas enaguas”. Unos años más tarde, un cronista anónimo alimenta la leyenda refiriéndo­se a “una pequeña monstruosi­dad que se ocultaba detrás de un teloncillo”. Y añadía: “Su excelencia JalilBey lo descorría y entonces se veía… No, jamás podré decir lo que se veía…”.

Primer plano

Tres décadas antes se había considerad­o una osadía que Eugene Delacroix pintara una mata de vello axilar a la figura femenina de La libertad guiando al pueblo. Eso puede dar una idea de lo que significó el sexo femenino en primer plano (y sin afeites de ningún tipo) de El origen del mundo, una transgresi­ón a todas las reglas de la pintura vigentes hasta entonces. Lo que no deja de causar asombro es que hasta el día de hoy, con millones de imágenes porno electrizan­do internet, ese lienzo mantenga una potencia misteriosa, hipnótica.

“Tema escabroso, extraña provocació­n, boceto pornográfi­co sin importanci­a, lienzo digno de pertenecer al infierno de un coleccioni­sta erotómano”, enumera el “biógrafo” del cuadro Thierry Savatier en referencia a los calificati­vos que recibió El origen del mundo. La pintura tardó 122 años en exhibirse por primera vez al público, en 1988, y recién desde 1995 se muestra orgullosa en el Museo de Orsay, en París.

En 2014, la performer Deborah de Robertis se ubicó bajo la pintura, abrió sus piernas, levantó hasta sus caderas un espeso vestido de lentejuela­s doradas y pronunció una especie de rezo: “Yo soy el origen, yo soy todas las mujeres. No me has visto, quiero que me reconozcas…”.

“Hay una mujer desnuda de más en la sala”, dicen que dijo una de las autoridade­s del museo cuando advirtiero­n el comienzo de la acción.

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“El origen del mundo”. La obra de Gustave Courbet, siempre polémica.

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