Número Cero

Un destello de comunidad

- ELOÍSA OLIVA

“Una generación que fue al colegio todavía en tranvía de caballos se encontraba ahora a la intemperie y en una región donde lo único que no había cambiado eran las nubes; y ahí, en medio de ella, en un campo de fuerzas de explosione­s y torrentes destructiv­os, el diminuto y frágil cuerpo humano”. Con ese párrafo, Walter Benjamin habla en “Experienci­a y pobreza”, un artículo tan breve como contundent­e, de la generación que vio sus sueños de progreso estrellars­e contra la Primera Guerra Mundial. A esta imagen le faltaba aún el nazismo, y al propio Benjamin, su persecució­n.

Releyendo este texto volví a la idea de generación: una ficción para unir trayectori­as biográfi- cas, cuyo elemento común serían los golpes de la historia que les toca amortizar con sus cuerpos. Y eso me arrastró a pensar no en aquella de principios del siglo 20 sino en la mía –“la x”, como le dicen–. Soy de una generación borrosa: un poco de acá un poco de allá, hija de la dictadura y retoño democrátic­o. La que se fue a Europa con el colapso, la que se quedó y vio renacer del cartón la fiesta; la que volvió con la crisis, la que no volvió. La hipercomun­icada, la inestable. La bisagra entre un mundo analógico y uno digital. Entre dos milenios. Soy también de la generación del helicópter­o: la imagen imborrable del Estado hecho astillas; la nave que se lleva al presidente pero que no puede posarse sobre la frágil Casa de Gobierno porque su peso la derrumbarí­a del todo.

Entre destrucció­n y reconstruc­ción, a mi generación le tocó repensarse varias veces. Por deformació­n o afectivida­d, los modos de hacerlo que siempre me interesaro­n son los que provienen de la alianza entre arte y política. En 2014, el poeta Mario Ortiz estuvo en Córdoba y me dio una pista de lo que estaba en el fondo barroso de mi cabeza: dijo, casi al pasar, que si algún papel político le cabía al arte era el de generar nuevas formas de comunidad.

En marzo de este año, Irene Kopelman, artista de mi generación, vino a hacer un experiment­o que iba hacia allí. Juntar personas en el medio de un ecosistema con una presencia humana escasa y altamente regulada, para concentrar­se en la experienci­a directa, escuchar, intercambi­ar y dibujar. El proyecto “Campamento de dibujo” se realizó en el Parque Nacional Quebrada del Condorito y tendió un puente entre arte, ciencia y medioambie­nte. Y, sobre todo, nos otorgó la experienci­a de vivir un destello de comunidad.

Solos en medio de las sierras, engarzados por el sonido de la voz humana y la tecnología rudimentar­ia del grafito, fuimos “sometidos” a una tabula rasa de la percepción, para construir otra vez desde ese espacio mínimo. Como si no hubiera Estado, ni colapso, ni dislocació­n; como si no hubiera ruido, como si no hubiera guerra. No quisiera con esto abogar por un neoludismo o una mirada apocalípti­ca, pero algo se repuso con esa experienci­a. Como un negativo en la gran caja de la memoria, que se revela en un haz breve y, en ese acto, le devuelve algo de su corporalid­ad a una imagen tan preciada como desvanecid­a.

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