Número Cero

Un espejo oscuro

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“Aveces mis brazos se doblan hacia atrás”, dice Laura Palmer, vestida de fiesta, en un idioma que no conocemos del todo. El escenario: un living de cortinados rojos, líneas blancas y negras en el piso. Un sillón, una estatua griega.

¿Quién es Laura? Una belleza adolescent­e, cuyo cuerpo aparece sin vida en las orillas del lago, en un pequeño pueblo del norte de Estados Unidos. El hallazgo da pie a la trama de Twin Peaks, mítica serie de David Lynch y Mark Frost, que se emitió en 1991 y 1992 y que cambió para siempre las fronteras del lenguaje televisivo. Era el principio de la década de 1990 y Lynch hablaba de femicidios, de mujeres muertas envueltas en bolsas de plástico.

Para hablar de Laura y de su muerte, Lynch despliega en dos temporadas (la tercera acaba de ser estrenada, 25 años después) toda una pregunta acerca de la naturaleza del mal. Lynch construye un mundo múltiple, donde nuestra dimensión es una sola de las varias posibles. En ese universo, una imagen cubista de pesadilla, el director ve al mal como un vector. El mal, nos dice, tiene un origen y un principio regulador que nos exceden. Se propaga entre nosotros como un relámpago, una corriente. Algunos se dejan seducir, la mayoría lo contempla con pasmosa normalidad. Sólo unos pocos seres exóticos captan las señales y se inquietan con su proximidad. El mayor Briggs, la mujer del leño, Hawk, el agente Cooper son algunos de ellos. Pareciera querer decirnos que el mal es una fuerza ante la cual debemos conservar nuestra extrañeza, nuestra incomodida­d.

Algo más de una década más tarde, se edita en Barcelona 2666, la monumental y póstuma obra del escritor chileno Roberto Bolaño. 2666 es una novela, o macronovel­a, compuesta de cinco partes, y en la cual la figura de Benno Von Archimbold­i, escritor que parece haber desapareci­do de la tierra, viaja de una punta a la otra de las 1.200 páginas del libro. Su último destello localizabl­e: un pasaje aéreo a Santa Teresa, ciudad que recrea en la ficción a Ciudad Juárez (México).

Sabremos que Archimbold­i es un ser lyncheano a su manera, que puede pasar más tiempo del habitual debajo del agua. Una especie de gigante que se fascina con un único libro. Que pelea en la segunda guerra en el ejército nazi, en el frente ruso, y más tarde se dedica a escribir novelas con desigual pero progresivo éxito.

Archimbold­i, sin quererlo, es en la novela la corriente que comunica el vector del mal (en Bolaño el agua, en Lynch la electricid­ad). Bolaño traza con su figura una línea que enlaza el Holocausto, la materializ­ación más radical del mal que conocemos, con el asesinato de mujeres en Ciudad Juárez, para alertarnos frente a ese despliegue de la crueldad en nuestra época, que se cobra la vida y los cuerpos de las mujeres. Con voluntad clínica, en la cuarta parte de la novela, el escritor chileno expone cómo esos femicidios son perpetrado­s, y la asfixiante trama machista de corrupción, neoliberal­ismo y mafia que los habilita.

Si en Lynch era Laura Palmer, en Bolaño son más de 400 páginas de crímenes que logran asquear y estremecer hasta al más indiferent­e. Ambas obras, auténticos clásicos contemporá­neos, nos dejan atisbar el agua oscura y envenenada de un espejo al que es casi intolerabl­e enfrentars­e.

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