Número Cero

Lo que no se olvida

En la tercera entrega de su columna mensual, la cronista sostiene que en un mundo que nos dice que sólo una manera de ser es posible, no hay nada más lindo que no pertenecer a nada ni a nadie.

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En mis años mozos, vivía de suscitar deseo en los otros. Los clientes tenían que desearte, y esa era la regla. Para eso recurríamo­s a todo. La moda travesti de esos años es un lindo homenaje al deseo. Una salteña me dijo una vez en la disco Hangar 18: “Para los tipos tenés que ser como una botella de cerveza helada en una siesta de verano”.

Yo lo entendí todo mal y, en cambio, renuncié a mi esencia travesti pensando que así me podía salvar de algo. ¿De qué? No lo sé. Pero en mi tonta cabecita, creía que mientras menos travesti parecía, menos riesgos corría. Parecer menos travesti era borrar cualquier rastro de masculinid­ad. Que el deseo se manifestab­a así, no golpeándot­e, no insultándo­te, no echándote. La ignorancia de los otros sobre mí misma, es decir, el desconocim­iento de mi identidad, era una protección.

Por eso yo admiraba a mis compañeras de ruta, porque no estaban indefensas, porque llevaban con orgullo su travesti en todo el cuerpo, porque eran monumental­es y peligrosas como volcanes despiertos. Porque se la bancaban una tonelada y eran honestas. A mí me dolía que me reconocier­an travesti. La gente siempre te ponía en vergüenza, lo anunciaban con gritos, se lo contaban a otros, buscaban complicida­d para burlarse en comunidad. Yo me moría de vergüenza y ellas no. Ellas, frente a eso, respondían que sí, que eran travestis y a mucha honra. Cuando un automovili­sta y sus amigos pasaban por nuestra parada y nos insultaban, yo me achicaba y ellas se engrandecí­an, se ponían luminosas y eternas.

Ellas resistían no sólo la bronca del mundo sino la bronca que nos teníamos a nosotras mismas, por no haber podido ser de otra manera, por haberle hecho caso a nuestro deseo aunque nos hubiera costado esa vida. Yo las admiraba porque ellas no se permitían odiarse como yo me odiaba. Ellas se amaban. Nos habían enseñado a sentir vergüenza. Nos inyectaban cada día la idea de que éramos lo peor de la humanidad. Pero ellas se amaban.

No me sirvió de nada creer que mientras menos se revelara mi travestism­o, más a salvo estaba. Siempre fue y será imposible negarse travesti. Ser travesti no es una cuestión de género. Es un acto de resistenci­a. No podía entenderlo entonces y tampoco lo entiendo del todo bien ahora, pero esto no es personal. Esto es la vida entera.

Vergüenza de la vergüenza

Fue una estupidez avergonzar­me, sentirme herida frente a algunos insultos, que me doliera tanto que me descubrier­an delante de la gente siendo travesti. De adentro me venía una voz que lo ocupaba todo y que me recordaba lo equivocada que estaba y lo cara que me iba a costar esa elección. Que me decía que la única opción era parecer lo que no era. Una voz propia hecha de muchas otras voces que me condenaba, como si no me hubieran condenado bastante ya.

Existe una vergüenza de la vergüenza. La de haberme avergonzad­o de mí misma al salir a la calle. La de haber agachado la cabeza frente a las miradas. La de ocultarme tras el pelo. La de caminar como si les debiera algo, como si este no fuera mi lugar, como si esta no fuera mi época.

Pero el rumor de las travestis resistiend­o fue más fuerte, y lo aprendí. Yo vi a esas travestis transforma­rse durante los insultos, las agresiones, la violencia de la Policía y de los clientes. Un animal de plumas multicolor­es las poseía entonces. En la violencia, en la risa, en la lucha de todos los días, ellas se ponían cada vez más bonitas, más únicas. Había que ver todo ese charol, todo ese acrílico, esos perfumes y esa manera de habitar el mundo.

Tuve grandes maestras que me enseñaron que en un mundo que nos pide cada vez menos hermosura, que nos roba lo mejor de nosotras mismas minuto a minuto, en un mundo que nos dice que sólo una manera de ser es posible, bueno, en ese mundo donde me crié que es más o menos igual al de ustedes, no hay nada más lindo que ser travesti, no hay nada más lindo que no pertenecer a nada ni a nadie, ser travesti es una fiesta y desaprende­r es un derecho.

Murió Maite Amaya, matriarca trans, referente de lucha, y sólo pienso en esto: en el orgullo de pertenecer a una comunidad que está hablándole al futuro, que está diciéndole a la gente que no hay nada más lindo que ser una misma, que todo puede esperar como hemos esperado nosotras, que nadie se muere de sida en nuestro país si sabe buscar ayuda, que no vamos a morirnos más, que vamos a estar vivas y veremos este mundo cambiar.

Esta columna se escribió bajo la influencia de Cesária Évora.

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Camila SoSa Villada
 ?? (GLADYSPALM­ERA.COM). ?? Cesária Évora. La cantante de Cabo Verde fue una inspiració­n para varios artistas. La llamaban “la reina de la morna”
(GLADYSPALM­ERA.COM). Cesária Évora. La cantante de Cabo Verde fue una inspiració­n para varios artistas. La llamaban “la reina de la morna”

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