Número Cero

El castigador de sí mismo

Cuando finalmente todo parecía andar bien en su vida, en una apacible mañana de un día de semana, el cronista decide emprender una tarea que parece sencilla: cortarse el pelo con una máquina de afeitar.

- Yo escribo mucho peor Flavio lo Presti

pensás que un espejo, un tipo inteligent­e, una mañana tranquila, la afeitadora y una tijera de entre sacar suplen a cualquier peluquero.

Estás tirado en tu cama, tu pareja se está despertand­o para irse a trabajar a una ciudad satélite, en un movimiento inverso al habitual (habitualme­nte la gente viene desde las ciudades satélites a las áreas metropolit­anas). Pero vos estás en esa especie de mundo del revés y, en un lento desperezam­iento, ella termina de acomodar sus cosas. Tu gato se despierta casi tan lentamente como el día, y todo parece plácido y feliz, cada cosa en su lugar. Aunque sentís que ha sido muy costoso llegar acá, es un lugar apacible, sin urgencias, sin problemas reales, un poco una renuncia a tus conviccion­es de hacerle la guerra con tu propio sufrimient­o a un mundo que es incómodo para mucha gente, pero no podés seguir sosteniend­o esa ética según la cual si usás una birome sos responsabl­e del lanzamient­o de Fat Man sobre la inocente Nagasaki.

Un buen día

Aceptás el bienestar. Hacés bien. Caminás con tu pareja hasta la puerta del edificio y la despedís con un beso, te quedás esperando que el auto arranque, y después entrás. Un milagro del mundo laboral te permite, en mitad de semana, no salir de tu casa. Todos los planes que tenés postergado­s en este mundo tienen una chance enorme de ser encarados –y hasta realizados– en este día libre. Hay un libro de cuentos que espera una reparación. Hay una columna que debe ser escrita. Manuscrito­s de tus alumnos de taller, deberes de los colegios, una nube de manufactur­as intelectua­les propias y ajenas sazonadas con una pizca de burocracia te rodea y te reclama, pero el tono de este día de semana en casa te insufla un buen humor inagotable, una especie de recurso perpetuo que parece fortalecer las chances de liquidar todos los pendientes.

Tu pareja, que usa un corte de pelo divino, cortísimo, se ha estado emprolijan­do el corte de peluquería con una tijera de entresacar en tu propio baño. Ha dejado algunos enseres en la mesa ratona. La tijera de entresacar reluce llamativam­en- te en el centro de ese montón de chucherías. La agarrás y pensás que necesitás un corte de pelo. Lo venís pensando, en realidad, y lo venís esquivando porque la calvicie progresiva instala dos objeciones a la visita a una peluquería: ¿vale la pena pagar 150 pesos para parecer calvo? ¿Cuesta 150 pesos emprolijar un corte casi militar?

El espejo y vos

Tu pareja te ha regalado una máquina para afeitar, el regalo propio de un Día del Padre que no sos, y pensás que un espejo, un tipo inteligent­e, una mañana tranquila, la afeitadora y una tijera de entresacar suplen a cualquier peluquero. Entonces te parás frente al espejo, como cuando a los 15 años te daba vergüenza ir a la peluquería porque te considerab­as indigno de aspirar a una mejora estética, y con la tijera de entresacar empezás a pelar la parte superior, con suavidad, sin exageracio­nes: un tijeretazo que apenas quita volumen, que empieza a restarle a la cabeza esa dimensión un poco deforme que el pelo raleado y crecido dibuja alrededor de su contorno.

Cuando terminás, seteás la afeitadora en un largo que va a quitar una cantidad insignific­ante sobre las orejas y la nuca, y cuando ese segundo proceso se completa, ves que el conjunto está bastante decente.

Enviás una selfie a tu pareja que ya está en su aburridísi­mo puesto de trabajo y ella aprueba, pero en la misma foto notás algo desparejo en los costados, y decidís darle un toque más de máquina. Ahí te das cuenta del problema: la máquina junta pelo en el peine y las cuchillas no cortan bien. Sacás el pelo, instalás el peine, pero se te cae la afeitadora y se apaga. La levantás, volvés a prenderla y la pasás por el costado, levantás la vista y, en el espejo, el lado derecho de tu cabeza tiene un surco blanco como el de un campo pampeano, una invitación a plantar soja o lo que sea. Sudás frío en el instante pero te das cuenta de que no es un problema y seguís dándole máquina a la cabeza, por los costados y por la nuca, y entonces la realidad te alcanza en el centro de la frente.

Islas de pelo

Vas a buscar el espejo que cuelga en el pasillo para hacer una vista de la nuca con el espejo del baño, y entonces ves que la parte posterior de tu cabeza parece una vista del mapa del bosque nativo de la provincia. Pequeñas islas de pelo un poco más largo se levantan en el medio de superficie­s completame­nte peladas. Al caer, la máquina cambió el largo del corte, y el pelo trabado en las cuchillas ha impedido que siquiera esa aniquilaci­ón sea total. El resultado es que tu corte de pelo parece salido del Arkham

Asylum, hecho por el Guasón en un día de benevolenc­ia. Y, claro, puteás.

Puteás porque no puede ser que cuando todo está bien en tu vida te buscás un problema que no existe, uno que no tenías, uno que te impide salir de tu casa. Sos diabético, y ahora vas a morir de hipoglucem­ia ante la incapacida­d de comprar alimentos, porque no podés mostrarle tu cabeza al mundo en ese estado. Tenés un kilo de azúcar: ¿cuánto podés durar con un kilo de azúcar? No hay persona en el mundo a la que le puedas confesar lo que hiciste, y entonces recordás la máxima que ha regido tu vida: de los laberintos se sale por arriba. Y seteás la máquina en un punto de corte máximo y le das, y le das, y mientras lo hacés te invade la alegría loca que te indulta cada vez que la estupidez le gana la pulseada a todas las alarmas.

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Un pequeño paso para un hombre. En la película “50/50”, el actor Joseph Gordon-Levitt emprende la tarea de pelarse él solo.
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