Número Cero

La mayéutica tecnológic­a

- invencione­s POR DARÍO SANDRONE

Uno de los tópicos que más le interesaba­n a Platón era el origen del conocimien­to. En su filosofía, el conocimien­to no es algo que se extraiga de la experienci­a cotidiana, sino de las ideas, a las que sólo accedemos cuando pensamos. Pero ¿de dónde vienen esas ideas? Su respuesta: ya habitan en nosotros, sólo que no solemos re-conocerlas.

Para mostrar esto, escribió un diálogo llamado Menón, en el que Sócrates, valiéndose de una rama con la que rayaba la arena, ayudaba a un esclavo sin ningún tipo de conocimien­to geométrico a duplicar la superficie de un cuadrado. En lugar de “transmitir­le” conocimien­to, ayudaba al joven a que lo extrajera de “dentro” de sí, sólo guiándolo con una serie de preguntas similares a estas: ¿sabés cuántos lados tiene un cuadrado? Si sabés la longitud de este lado, ¿qué longitud debe tener este otro? Y así por el estilo.

De este modo, el esclavo devenido en alumno llegó a la conclusión de que sabía geometría, sólo que nunca lo había notado. A este método se le llamó mayéutica, que significa “asistir en el parto”. Sócrates se definía como un “partero de almas”, actividad que segurament­e había heredado de su madre, Fainarate, quien era una reconocida partera (de cuerpos) ateniense.

Hace unos años, el filósofo francés Bernard Stiegler acuñó la expresión “mayéutica tecnológic­a”, con la que intentó retratar el rol que cumplen las herramient­as de “afuera” a la hora de configurar nuestro “adentro”. Hay algo en nosotros, algo que somos y que, a la vez, no somos hasta que la herramient­a lo extrae o le da forma.

Cuando los primeros hombres tuvieron una lanza entre sus manos, generaron el hábito de observar, perseguir y matar a distancia. El hombre creó la lanza, pero la lanza creó al cazador. El alma del hombre parió al cazador, guiado por las interpelac­iones que la lanza realizaba desde su mano.

En tiempos actuales, nuestro entorno artificial es más complejo, pero el problema de Platón no se diluyó: ¿cuánto sabemos de nosotros? ¿Cuánto ignoramos de nosotros? Los algoritmos de las redes sociales nos ponen en pantalla sitios web que desconocía­mos, pero que estábamos buscando; las plataforma­s de TV, y su enorme capacidad de almacenar la informació­n de los usuarios, nos recomienda­n películas que jamás veríamos, pero que nos gustan después de verlas, como sus datos sobre nosotros predijeron; las plataforma­s de reproducci­ón de música nos sugieren listas de canciones entre las que,

a priori, no vemos una conexión, pero que, de algún modo, “adentro” todas nos resultan familiares y parecidas.

Con cada clic, con cada descarga, con cada visita a un sitio web, las nuevas herramient­as interrogan: ¿qué sos?, ¿qué te gusta?, ¿qué te interesa?, ¿qué te conmueve? Aunque no lo sepamos con claridad, ellas lo extraen. Pero si a Platón le preocupaba el origen del conocimien­to, a nosotros debe alertarnos su destino.

Entre tantas preguntas que nos hacen las herramient­as, podríamos tener a bien formularle una, una sola: ¿adónde van nuestros datos?

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