La espantosa esfera de Pascal
Las teorías conspirativas y las ideas de quienes sostienen que la Tierra es plana llevan al cronista a una extraña sensación de desamparo frente al abismo del universo infinito.
Tengo un amigo que es sedevacantista. Es decir, considera que a partir del Concilio Vaticano II el papa es un ocupa. En opinión de esta “posición teológica minoritaria”, el Vaticano permanece entonces en estado de Sede Vacante.
Mi amigo cree que hay una gigantesca conspiración internacional para negar las verdades verdaderas de la fe cristiana, y que casi toda información circulante es una pieza de una maquinaria atroz de desinformación destinada a que unos cuantos poderosos usufructúen el desconcierto.
Es difícil no coincidir “emocionalmente” en el fondo más duro con cualquier teoría de la conspiración: el mundo parece un paradójico descalabro organizado, y tenemos una tendencia a imaginar una mano oculta, un titiritero millonario y malvado detrás de la cortina de Oz, esperando volverse inmortal por vía de la técnica para reinar sobre un mundo de esclavos descartables.
Iluminatis, masones, el Club Bilderberg, zonas oscuras del poder que la herramienta más democrática de la historia, la Internet (paradójicamente sostenida con las inversiones de todos estos poderosos ocultos, aunque los vericuetos de las conspiraciones tienen explicaciones para estas supuestas dádivas que nos otorgan a los peones del mundo) ha hecho visibles, permitiendo a gente como mi amigo sedevacantista soñar con desenmascarar esa conspiración de usureros satánicos.
Mi amigo va a una misa en barrio San Martín en la que el oficio sucede con el sacerdote de espaldas a la feligresía. Es tradicionalista en casi todo aspecto de la vida: sigue jugando a un videojuego de 2006 del cual es una especie de experto mundial, obviamente no admite la más mínima discusión sobre la supremacía futbolística de Maradona, compra por Mercado Libre ítems nostálgicos (figuritas, cartas Crommy, etcétera).
Yo me divierto mucho con él. No a costillas suyas: lo considero un tipo inteligente y un amigo genuino, y no oculto que muchas de las cosas que dice me parecen estupideces. Una de las últimas veces que nos vimos sugirió que estaba por intentar refutar los absurdos de la física cuántica (es un hombre que no tiene, supongo, una sólida formación en matemáticas). Y la última vez que lo vi afirmó, sin que le temblara un músculo de la cara, que la Tierra es plana.
En vano me reí en su cara, le dije que era una estupidez, que Galileo en la hoguera, que Colón, que Newton. “Pensá un poco –me dijo–, todo lo que creés saber se basa en tu confianza en cosas que no podés probar, y que para vos son tan un relato como el de la religión”. Tengo que confesar que este argumento epistemológico siempre me desarma. Soy un hombre adulto y puedo pasar por culto en muchos lugares, pero lo cierto es que desde que abandoné el secundario he olvidado incluso cómo se divide.
Esa noche fui a cenar con mis hermanos y les dije que la Tierra era plana. Mi hermano del medio, racionalista, cínico y fruidor de la locura ajena, es un blanco exquisito para provocar con estas extravagancias.
Evidencia insuficiente
Juntos, nos pusimos a ver un documental de más de una hora que explicaba, en un castellano veteado de italiano, que la Tierra era plana y, mediante cientos de argumentos (evidencias de que las estaciones espaciales eran sets de filmación, evidencias de que la “supuesta” curvatura de la Tierra no interrumpe la visión en línea recta de los objetos que se alejan en el horizonte, canales de agua y vías férreas construidas sin tener en cuenta la curvatura, la filmación de un cohete que choca con el domo que contiene nuestro estático y plano hogar), que todo el mito de una Tierra esférica girando en un vacío infinito es un instrumento para alejarnos de Dios, para aterrorizarnos y hacernos sentir insignificantes.
Entre empanada árabe y empanada árabe, mi hermano se reía, sobre todo en los highlights del informe: el Sol es en realidad una pequeña bola de no más de 50 kilómetros de diámetro que gira en un movimiento. Mi hermano, a los gritos, preguntaba: “¿Nadie llegó al borde? ¿La gravedad no existe? ¿Qué sentido tenía una conspiración que abarcaba a astrónomos, físicos, ingenieros y pilotos de avión y marineros?”.
Salí de su casa riéndome también y miré el cielo. A simple vista, no podía saber si era el espacio infinito descubierto en el siglo XVI o una especie de bóveda dura con la que los cohetes chocaban tercamente. Cuando llegué a casa de mi pareja, Lali, a quien le gustan las teorías de la conspiración, le dije que viéramos videos de terraplanistas, pero ella se durmió a los tres minutos.
Me quedé solo, en la cama, viendo imágenes del universo espantoso que aterrorizó a Pascal, la bola celeste en la que giramos a una velocidad vertiginosa moviéndose en el espacio incalculable, y sentí el terror que se siente al sentirse finito, mortal e insignificante. Sentí el terror de la muerte treparme por el cuerpo como una capa de hielo.
Al lado, dormía Lali y, en la habitación contigua, su pequeña hija, y de golpe todo me parecía injusto y aterrorizador, y la idea de un Dios haciendo una especie de maqueta de burbujas, una de las cuales era nuestra Tierra (más allá de los hielos antárticos había otras tierras posibles), era ciertamente tranquilizadora.
Pero aun sin evidencia comprobada de que el mundo es una esfera de 45 mil kilómetros de diámetro, de que existe la gravedad y el universo es infinito, sentí la certeza de mi pequeñez frente a la negrura del vacío. Di un respingo aferrándome a las sábanas y Lali se despertó.
Me preguntó qué me pasaba, y le dije que tenía miedo, pero que no podía decirle de qué tenía miedo, porque me abandonaría de inmediato. Murmuró la orden de que no le cuente, se volvió a dormir, y yo puse otro video de terraplanistas, preguntándome si el terror con el que me acostaba no era, después de todo, un éxito de la masonería mundial.