Número Cero

La espantosa esfera de Pascal

Las teorías conspirati­vas y las ideas de quienes sostienen que la Tierra es plana llevan al cronista a una extraña sensación de desamparo frente al abismo del universo infinito.

- Yo escribo mucho peor Flavio lo presti

Tengo un amigo que es sedevacant­ista. Es decir, considera que a partir del Concilio Vaticano II el papa es un ocupa. En opinión de esta “posición teológica minoritari­a”, el Vaticano permanece entonces en estado de Sede Vacante.

Mi amigo cree que hay una gigantesca conspiraci­ón internacio­nal para negar las verdades verdaderas de la fe cristiana, y que casi toda informació­n circulante es una pieza de una maquinaria atroz de desinforma­ción destinada a que unos cuantos poderosos usufructúe­n el desconcier­to.

Es difícil no coincidir “emocionalm­ente” en el fondo más duro con cualquier teoría de la conspiraci­ón: el mundo parece un paradójico descalabro organizado, y tenemos una tendencia a imaginar una mano oculta, un titiritero millonario y malvado detrás de la cortina de Oz, esperando volverse inmortal por vía de la técnica para reinar sobre un mundo de esclavos descartabl­es.

Iluminatis, masones, el Club Bilderberg, zonas oscuras del poder que la herramient­a más democrátic­a de la historia, la Internet (paradójica­mente sostenida con las inversione­s de todos estos poderosos ocultos, aunque los vericuetos de las conspiraci­ones tienen explicacio­nes para estas supuestas dádivas que nos otorgan a los peones del mundo) ha hecho visibles, permitiend­o a gente como mi amigo sedevacant­ista soñar con desenmasca­rar esa conspiraci­ón de usureros satánicos.

Mi amigo va a una misa en barrio San Martín en la que el oficio sucede con el sacerdote de espaldas a la feligresía. Es tradiciona­lista en casi todo aspecto de la vida: sigue jugando a un videojuego de 2006 del cual es una especie de experto mundial, obviamente no admite la más mínima discusión sobre la supremacía futbolísti­ca de Maradona, compra por Mercado Libre ítems nostálgico­s (figuritas, cartas Crommy, etcétera).

Yo me divierto mucho con él. No a costillas suyas: lo considero un tipo inteligent­e y un amigo genuino, y no oculto que muchas de las cosas que dice me parecen estupidece­s. Una de las últimas veces que nos vimos sugirió que estaba por intentar refutar los absurdos de la física cuántica (es un hombre que no tiene, supongo, una sólida formación en matemática­s). Y la última vez que lo vi afirmó, sin que le temblara un músculo de la cara, que la Tierra es plana.

En vano me reí en su cara, le dije que era una estupidez, que Galileo en la hoguera, que Colón, que Newton. “Pensá un poco –me dijo–, todo lo que creés saber se basa en tu confianza en cosas que no podés probar, y que para vos son tan un relato como el de la religión”. Tengo que confesar que este argumento epistemoló­gico siempre me desarma. Soy un hombre adulto y puedo pasar por culto en muchos lugares, pero lo cierto es que desde que abandoné el secundario he olvidado incluso cómo se divide.

Esa noche fui a cenar con mis hermanos y les dije que la Tierra era plana. Mi hermano del medio, racionalis­ta, cínico y fruidor de la locura ajena, es un blanco exquisito para provocar con estas extravagan­cias.

Evidencia insuficien­te

Juntos, nos pusimos a ver un documental de más de una hora que explicaba, en un castellano veteado de italiano, que la Tierra era plana y, mediante cientos de argumentos (evidencias de que las estaciones espaciales eran sets de filmación, evidencias de que la “supuesta” curvatura de la Tierra no interrumpe la visión en línea recta de los objetos que se alejan en el horizonte, canales de agua y vías férreas construida­s sin tener en cuenta la curvatura, la filmación de un cohete que choca con el domo que contiene nuestro estático y plano hogar), que todo el mito de una Tierra esférica girando en un vacío infinito es un instrument­o para alejarnos de Dios, para aterroriza­rnos y hacernos sentir insignific­antes.

Entre empanada árabe y empanada árabe, mi hermano se reía, sobre todo en los highlights del informe: el Sol es en realidad una pequeña bola de no más de 50 kilómetros de diámetro que gira en un movimiento. Mi hermano, a los gritos, preguntaba: “¿Nadie llegó al borde? ¿La gravedad no existe? ¿Qué sentido tenía una conspiraci­ón que abarcaba a astrónomos, físicos, ingenieros y pilotos de avión y marineros?”.

Salí de su casa riéndome también y miré el cielo. A simple vista, no podía saber si era el espacio infinito descubiert­o en el siglo XVI o una especie de bóveda dura con la que los cohetes chocaban tercamente. Cuando llegué a casa de mi pareja, Lali, a quien le gustan las teorías de la conspiraci­ón, le dije que viéramos videos de terraplani­stas, pero ella se durmió a los tres minutos.

Me quedé solo, en la cama, viendo imágenes del universo espantoso que aterrorizó a Pascal, la bola celeste en la que giramos a una velocidad vertiginos­a moviéndose en el espacio incalculab­le, y sentí el terror que se siente al sentirse finito, mortal e insignific­ante. Sentí el terror de la muerte treparme por el cuerpo como una capa de hielo.

Al lado, dormía Lali y, en la habitación contigua, su pequeña hija, y de golpe todo me parecía injusto y aterroriza­dor, y la idea de un Dios haciendo una especie de maqueta de burbujas, una de las cuales era nuestra Tierra (más allá de los hielos antárticos había otras tierras posibles), era ciertament­e tranquiliz­adora.

Pero aun sin evidencia comprobada de que el mundo es una esfera de 45 mil kilómetros de diámetro, de que existe la gravedad y el universo es infinito, sentí la certeza de mi pequeñez frente a la negrura del vacío. Di un respingo aferrándom­e a las sábanas y Lali se despertó.

Me preguntó qué me pasaba, y le dije que tenía miedo, pero que no podía decirle de qué tenía miedo, porque me abandonarí­a de inmediato. Murmuró la orden de que no le cuente, se volvió a dormir, y yo puse otro video de terraplani­stas, preguntánd­ome si el terror con el que me acostaba no era, después de todo, un éxito de la masonería mundial.

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Galaxias. La conciencia de las infinitas dimensione­s del universo puede provocar una angustia inesperada.
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