Reina de la vanguardia, sin credenciales
Pinky, su perro fiel de los días finales en París, murió junto a ella. Asfixiado por el mismo gas que había dejado abierto con el objetivo de liquidarse en un sueño dulce. La baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven tenía 53 años. Estaba derrotada, ajada por el olvido. Sus varias vidas habían sido cualquier cosa menos tranquilas. Le gustaba cruzar los límites y no volver. Fue amante y esclava de los días delirantes y las noches extremas. Pero sus verdaderas drogas eran la intensidad, el momento incandescente, la rareza sin medida.
Trabajó en cabarés. Escribió poemas experimentales. Hizo arte con cosas encontradas o robadas. Se vestía como una loca de atar y se quedaba desnuda en todas las fiestas. Y aunque no hubiera una fiesta se desnudaba igual. Desafió a su época y la cruzó exhibiendo su cuerpo y su sexualidad desdoblada en encanto y provocación. Fue la reina fugaz y sin credenciales de una vanguardia que rápidamente la sacó del centro y terminó ubicándola en un rincón de la historia del arte que atiende a figuras mayores y casi siempre masculinas.
Elsa Hildegard Plötz nació en 1874 en Swinemünde, una ciudad alemana sobre el mar Báltico. Tras la muerte de su madre, escapó de su casa y de un padre maltratador. En Berlín se ganó el pan haciendo de “estatua griega”, posando como modelo y trabajando de puta.
En 1910 llegó a Estados Unidos con su segundo marido, el escritor Felix Paul Greve. En 1913, a los 39 años, Elsa se casó en terceras nupcias en Nueva York con el barón Leopold von Freytag-Loringhoven, un aristócrata alemán empobrecido quien unos años más tarde se quitó la vida. A Elsa no le quedó nada salvo el título de baronesa.
Fue a través de su trabajo de modelo como conoció a Man Ray y a Marcel Duchamp, con quienes empezó a compartir la escena de bohemia descontrolada y radicalidad artística que se gestaba en Nueva York. Elsa se ganaría el mote de “Baronesa Dadá” por el espíritu y la audacia de sus acciones. En unos pocos párrafos incrustados en la biografía de Duchamp, Bernard Marcadé la define así: “La Baronesa resulta una verdadera obra viviente y ambulante con los labios negros, los cabellos rapados y violetas, verduras doradas a modo de sombrero, estampillas pegadas en su rostro, una jaula (con un canario adentro) colgada del cuello, soldaditos de plomo enganchados en su camisa”.
Pero lo suyo no era sólo ir de chiflada por la calle (aunque usara latas de tomate como corpiños y la detuvieran cada tanto por exhibicionista). Recientemente, algunas investigaciones comenzaron a atribuirle un lugar como pionera del ready-made, el object trouve, el arte povera, el body art y la performance. “La Baronesa no es futurista: es el futuro”, avisó Duchamp, a quien esta artista de energía salvaje tenía como vecino en el edificio Lincoln Arcade.
También es bastante reciente la atribución a Elsa von FreytagLoringhoven de God (Dios), una escultura de 1917 realizada con un pedazo de tubería montado en un pedestal de madera. La pieza, una especie de tótem urbano, confeccionada con material de desecho, demuestra que la sacerdotisa del escándalo estaba en sintonía con los procedimientos más revolucionarios del arte y muy cerca (¿demasiado?) de las estrategias de su famoso vecino.
En verdad, el (relativo) resurgimiento de su figura está asociado a la hipótesis de que la Baronesa sería la “autora” de Fuente, el mingitorio firmado que ubica a Duchamp como el primer ejecutor de los balbuceos del arte conceptual. Una carta del francés a su hermana indica que fue una amiga quien envió el urinario al Salón de los Independientes de 1917. Otros hechos podrían funcionar como indicios de que Fuente fue un regalo de ella a Marcel. 10 años más tarde, Elsa se mataba abriendo el gas en su departamento. Nadie sabe dónde está enterrada.