Número Cero

Todos fuimos Bart Simpson

En su novela “Los pájaros de la tristeza”, el escritor bonaerense presenta un relato brutal que expone la intervenci­ón de los adultos sobre la infancia.

- Pablo Giordano Especial

En la tapa del libro se ve la foto de un niño con gesto violento disparando una gomera. La cultura pop podría linkearlo con Bart Simpson y su resortera; la clásica, quizá, con la honda de David. Ambos personajes enfrentan al poder y al mundo de “los grandes” con lo que tienen a mano, de una manera natural y heroica, como si no hubiese otra cosa que hacer cuando pequeño. De eso trata Los pájaros de

la tristeza, la nueva novela del escritor bonaerense Luis Mey (1979). “De ninguna manera la historia es sobre la infancia –aclara–. Es sobre los adultos en la infancia de otros. Los adultos y su infancia con canas. Los adultos en su derrota desesperad­a, insistente, recurrente, desquiciad­a. Y los niños bajo esa patria potestad”.

La tensión entre el mundo adulto y la niñez es un tema recurrente en este autor que se ha consagrado entre los escritores de su generación con una obra narrativa sólida y que suma lectores con rapidez.

Esta vez los protagonis­tas son los hermanos Jaime, de 11 años, y Manuel, de 9. El primero sufre una discapacid­ad física, y el segundo, mental. Viven con una madre ausente por cuestiones de trabajo, que es, además, único sostén familiar.

La ausencia del padre, en cambio, es absoluta, y será el perseguido, el idealizado, la presa por cazar para ordenar las partes del yo que parecen haber sido desvirtuad­as por esta falta. La persecució­n será violenta en medio del desamparo y la soledad.

Un truco simple

“Uso la infancia para contar la adultez –explica Mey–. Es un truco simple, pero que me encanta. Acaso la infancia, en mis textos, sea muchas veces la patria potestad como único patrimonio de los adultos. En este caso, niños con problemas para toda la vida. En ese sentido, esos niños ya son viejos. Y llegan para quitar la mugre que los otros, como chicos, escondiero­n bajo la alfombra”.

–La violencia en la infancia de “Los pájaros...” es perversa, algo que no estaba en tus anteriores novelas... –Hay una oscuridad que fue intenciona­l. Hay en mí una voluntad por llegar a reírme por lo más terrible. Una manera de aprender a sobrevivir, creo. Una manera de tantas, sin dudas, pero es la que tomo y la que me interesa. Como decía François Truffaut, “cuando estás con la mierda al cuello, lo único que queda es cantar”.

–Alguna vez dijiste que los niños son como terrorista­s. ¿Tiene que ver con que en la niñez se puede hacer poco más que alterar el orden?

–G. B. Shaw decía que a los 7 años tuvo que abandonar su educación porque sus padres habían decidido mandarlo a la escuela. Algo así pasa con Jaime y con Manuel. Están en proceso educativo por adultos desesperad­os. Ellos, sin dudas, van a combatirlo. Combatir el sistema en el que viven es, sin dudas, terrorismo. Para ellos, tal vez, sea la revolución.

–Una buena historia, o una forma para llegar a ella, intenta, desde el principio, quitar a los personajes de su lugar de confort.

–Es, también, el camino del héroe. Alteran, claro, un orden. Pero un orden que, como paradigma de normalidad, está mal.

–En general tus personajes están solos; más que amigos o familiares, se podría decir que tienen cómplices...

–Interesant­e, sí. Me parece, ahora que lo decís, que me gusta, más que el amor o la amistad, la complicida­d. Como decía el personaje de Nueve reinas: “¿Sabés qué quería ser cuando era chico? Cómplice”. No cómplice en el sentido de delito, sino de la confianza suprema, de empresa de vida, donde uno va hacia delante por el otro con la garra del que sabe que el otro procederá igual.

Lo más importante –¿Cuánto hay de autobiográ­fico en “Los pájaros...”?

–Solamente una cosa. Un personaje. El personaje más importante de la literatura universal. El único que se debe repetir en todas las historias. El que debe estar, de hecho, para que haya historia: el sujeto ambiente. El leviatán que toda historia cuenta. En este caso, para mí, mi viejo barrio, el conurbano. No es lo mismo escribir que un pibe de 20 está tratando de conquistar a una chica de 18 en una plaza que en un velatorio. Tampoco es lo mismo si ese velatorio es el del mejor amigo del pibe. Y menos si el velado es el novio de la piba. Ese ajuste constante, esa manipulaci­ón de elementos, se logra observando a fondo al sujeto ambiente.

–¿Qué desafíos encontrast­e a la hora de escribir sobre discapacid­ad sin ceder a lo políticame­nte correcto?

–El primer desafío, el más interesant­e, era tomar una voz y multiplica­rla para que no quedara el cliché de siempre: el chico bueno. Me parecía que le podía dar tintes heroicos reales, de aquel que vence a otros, que presenta pelea. Pelea potente, desgarrada, sangrienta. Reprimir la opinión del autor, en este caso, fue más difícil que otras veces. Acá no hay autor. Acá no hay hoja escrita. Acá hay un chico que narra y vive.

 ?? (GENTILEZA CLARÍN) ?? Luis Mey, entre dos edades. El autor dice que utiliza la infancia para narrar la adultez y que le encanta ese truco simple.
(GENTILEZA CLARÍN) Luis Mey, entre dos edades. El autor dice que utiliza la infancia para narrar la adultez y que le encanta ese truco simple.

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