La interpretación de los libros
En las clases de teoría literaria que dictó hacia finales del mes de agosto de 1985, Josefina Ludmer sostiene que en las reflexiones sobre literatura se produce el movimiento que va de la importancia del autor, en los siglos XVIII y XIX, pasando por la influencia de los textos en buena parte del siglo 20, y continúa hasta nuestros días, con la aparición de otros actores de reparto: los lectores.
Con acierto, la editorial Ampersand acaba de lanzar una colección que se detiene en los efectos, imprevisibles y persuasivos, que la lectura provoca en los que ahora escriben. Excesos lectores, ascetismos iconográficos forma parte de esa serie –dirigida por Graciela Batticuore–, y contiene los “Apuntes personales sobre la relación entre textos e imágenes” de José Emilio Burucúa.
Ciertas escenas de lectura en la vida del historiador del arte y crítico muestran la relevancia que el azar tiene en el encuentro con bibliotecas, libros y figuras en la formación intelectual.
En las vacaciones de invierno de 1986, el ensayista viaja a La Rioja con su familia. Los volúmenes que observa en una casa de Famatina lo sorprenden. No son del escultor Aniceto Vargas sino de su esposa, Wanda Wise, nacida en Alejandría y profesora de francés de Burucúa en la adolescencia. Su rodete es blanco y no lleva tacos altos, pero es la misma que los deslumbró en su juventud. A través de ella pasará de Racine a Eluard: la lectura como una forma de la amistad.
En Burucúa también se puede reconocer la lectura como una forma del viaje. O el viaje como parte adjunta de la obra. En su “biografía lectora” podemos descubrir las bibliotecas, librerías y cafés del mundo que lo cautivaron, desde la Attic Books de London-Ontario, pasando por el Literaturcafe de Berlín y llegando hasta la Biblioteca Huntington de Pasadena, donde pudo consultar primeras ediciones de los clásicos. “Llevo 15 años en los que comienzo, leo y termino El Quijote, y vuelvo a empezar, leer y llegar a la muerte de Alonso Quijano”, confiesa.
Excesos lectores es, además, un libro generoso. El autor de La imagen y la risa se detiene en los maestros contemporáneos (de Roger Chartier a Carlo Ginzburg) que lo acompañaron en los incesantes diálogos que las imágenes establecen con los textos: una de sus obsesiones. La misma sincera generosidad que emplea para repasar del primero al último de los trabajos de los expertos es la que muestra con jóvenes investigadores locales que lo motivan.
El tono del ensayo, a veces melancólico, es el de una clase a un tiempo íntima y pública, que concluye, antes de los aplausos, con una frase virtuosa: “libros, siempre libros en el fondo de lo bueno y lo pésimo”.