El fantasma en la máquina
Las comparaciones entre humanos y máquinas no son novedosas ni mucho menos. El tra
tado del hombre, escrito por Descartes en 1664, es un ícono insoslayable a ese respecto. Allí, el filósofo francés parte de una creencia básica: del mismo modo que los relojes y los molinos fueron construidos por el humano, “el cuerpo no es otra cosa que una estatua o máquina de tierra a la que Dios dio forma”.
A partir de este supuesto, y a lo largo de estas páginas, Descartes descompone la anatomía humana como un mecánico desarmaría una máquina. Analiza pieza por pieza para vislumbrar el funcionamiento general a partir de la comprensión del modo en que todas ellas se articulan. En uno de los pasajes, coteja el cuerpo humano con una fuente de aguas danzantes, un artefacto automático típico de la época. En esa tarea, las analogías son ricas y estimulantes: compara los nervios con las cañerías, los tendones con los resortes, el corazón con el manantial y las concavidades del cerebro con los recorridos del agua.
Sin embargo, esta explicación maquínica encuentra un límite: la mente humana no es reductible a una pieza de relojería. Descartes aclara que los hombres están constituidos por un alma y un cuerpo, pero que sólo el funcionamiento de este último es susceptible de ser explicado por analogías mecánicas. El alma, en cambio, es inmaterial y, aunque comanda a la máquina, no es una parte de ella. Las formas misteriosas con las que opera requieren otro tipo de análisis. Ya en el siglo 20, un filósofo inglés llamado Gilbert Ryle denominó a este conjunto de ideas “la teoría del fantasma en la máquina”.
Pero, mucho antes de eso, un siglo después de la muerte de Descartes, otro filósofo francés llamado Julien Offray de La Mettrie, quien además era médico, expresaría su disconformidad –incluso su irritación– con ese tratamiento especial que Descartes hacía del alma. Para La Mettrie, en cambio, todo en el humano, incluso su alma, podía ser reducido a una suerte de mecanismo. Llevó esta analogía hasta sus últimas consecuencias en su libro El hombre máquina, escrito en 1747. Allí sostuvo que “el alma no es más que una parte material sensible del cerebro, que se puede considerar sin temor a equivocarse como el resorte principal de toda la máquina…”. Así, el alma perdía su carácter fantasmagórico y se convertía en otra pieza de la maquinaria física, aunque no cualquiera, sino “el resorte principal”.
Los siglos han pasado y, en algún momento, la analogía se invirtió. En nuestros días, los pensadores están menos dispuestos a preguntarse cuánto hay de máquina en el humano.
Por el contrario, sobran los que se preguntan cuánto de humano hay en las nuevas máquinas de la actualidad: ¿pueden pensar?, ¿pueden tomar decisiones?, ¿pueden aprender? Entre todos los complejos mecanismos, impulsos eléctricos, datos e información que poseen, ¿ha emergido algo que no es máquina?, ¿habita un nuevo y moderno fantasma en ellas?