¿Cuántas páginas hasta ser Daniel Link?
“¿Qué
tuve que leer para llegar a escribir este libro? O, mejor dicho: ¿qué es mi vida sino una sucesión de lecturas (mejor o peor hechas), que se enhebraron un poco por coacción, otro poco por azar, en todo caso por método?”. Así comienza La
lectura. Una vida..., un fascinante y minucioso relato introspectivo que le permite a Daniel Link (foto) exponer el lugar que la lectura ha ocupado en su vida, pero también de cómo le permitió hacerse un lugar: en la familia, en las instituciones, en el mundo.
El libro traza un arco que va desde aquel niño de los años 1960 (marcado por un fallido diagnóstico neurológico) hasta el presente del adulto dedicado a la docencia, la investigación académicas y la escritura literaria, pasando por el período de actividad editorial y el de periodismo cultural.
Un niño que, sin televisor ni equipo de audio, se inclina vorazmente hacia la lectura, del mismo modo que sus padres, ajenos a cualquier clase de aspiración intelectual, disputaban por ver quien leía más rápido las ficciones de la literatura de quiosco.
Un niño que leía todo lo que llegaba a sus manos: las historietas del Pato Donald y los cuentos infantiles ilustrados, las historias subidas de tono (provenientes en gran parte de los Cuentos de Canterbury y del Decameron) que su abuela checa le contaba de noche, y que, ya de adolescente, descubre y se sorprende con El principito y Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato. Hasta llegar, finalmente, a la inseguridad y el malestar que le provocaron los cuentos de Borges, y que ahora lo llevan a decir que escribir y leer funcionan en el registro del desafío: “Un escritor desafía a un lector a que lo lea y el lector desafía a otro lector a que lea de otro modo”.
A su vez, como figura complementaria, se detiene en los nombres de quienes ejercieron algún tipo de tutela pedagógica: desde la señorita Celia en la escuela primaria hasta el magisterio de Enrique Pezzoni en el profesorado del Joaquín V. González, y los posteriores de Ana María Barrenechea y Elvira Arnoux.
Nombres que estuvieron cerca de él en diversas etapas de su formación académica y profesional: sugiriendo lecturas, elaborando y proponiendo marcos y metodologías de análisis, impulsando el estudio en profundidad de determinados escritores, como Borges y Walsh.
En el último capítulo, narrado en tercera persona, el autor traza un breve perfil de la relación intelectual y de amistad con Ana Amado, Raúl Antelo, Diego Bentivegna y Sylvia Molloy, entre otros, principalmente a través de la reflexión que algunos de los títulos de estos ensayistas e investigadores le han generado.
El recorrido se afana en mostrar de qué manera los libros –y las diversas escenas de lectura y, más adelante, de formación– tuvieron que ver con la necesidad del autor de situarse en el mundo, de comprender las determinaciones que explicaban su vida y de las que debía librarse “por la vía de la ascesis que la lectura patrocina”.