Declaración de incondicionalidad
Más de una vez, he escrito mentalmente la frase “la mejor poeta de nuestra generación...”, y tras el suspenso de los puntos suspensivos, he agregado el nombre de “María Calviño”. Sé que en el vasto y maravillosamente caótico universo de la poesía no tiene sentido intentar ningún tipo de escala jerarquía y que expresiones cronológicas o topológicas como “nuestra generación” o “nuestro país” sólo manifiestan la pereza intelectual de quien las enuncia.
Pero la admiración, como el amor, es torpe y exagerada, aunque también orgullosa de sí misma, y una admiración no proclamada, mantenida en secreto o comunicada en voz baja, se parece demasiado a su contrario como para que uno se sienta cómodo en el papel de admirador discreto. De modo que esto no es una crítica a
Superficies cultivables, el último libro de María Calviño, sino una declaración de incondicionalidad.
Como ya nos tiene acostumbrados a quienes la leemos desde hace tres
décadas (desde Círculo de sombra y Temporada de casa), vuelve a ofrecernos un libro muy breve (sólo 14 poemas divididos en tres secciones,
planicies, distancias y frecuencias –minúsculas e itálicas pertenecen a la autora). Esa brevedad no es tanto un signo de laconismo como de precisión y concentración.
Calviño, al igual que Eugenio Montale, que aparece citado en el poema “Desvíos”, es una poeta de “ocasiones”. Es decir, en sus textos siempre permanece algo del tiempo o del lugar que los propició, una huella medio borrada pero aún visible de la ocasión vivida, y es como si un fragmento de mundo quedara atrapado en la red de las palabras, presente y ausente a la vez: “Cuando el sol de la siesta apretaba,/ yo sujetaba de la ventanilla/ toallas de colores; buscaba/ que la luz del viaje fuese lila,/ azul o anaranjada; no./ No se me hubiera ocurrido/ la bandera argentina en ese otro país,/ en otro orden de cosas”.
Algunos poemas parecen prolongar una conversación o completar una escena (o incluso una persona) con su parte imaginaria. El mundo privado, expuesto así a la luz relativamente pública del poema, conserva la potencia del sobreentendido, que no es lo mismo que el secreto o la confidencia. Se trata más de un efecto de voz que de sentido.
Lo mejor de todo lo bueno que hay en la poesía de María Calviño es ese tono de quien le habla a un amigo, a un pariente, a la madre (tal vez la figura tutelar de este libro), a un fantasma o a su doble, sin necesidad de esforzarse para mostrar una emoción o un sentimiento particular, porque será precisamente el poema el encargado de crear esa emoción o ese sentimiento casi como un objeto más del mundo, una cosa que habla por sí misma: “Bichos del pasto, piedras como árboles oscuros/ casi quietos, no hay viento ni luna y la cabeza,/ la cabeza hará de estas horas tibias/ su desolado campo de batalla, cargando/ cada sombra de duda en un dardo gris/ que dispara y se desvía del blanco/ de lo que late...”. Pese a su brevedad, Superficies
cultivables también tiene la virtud de mostrar que su tono de distante intimidad se adapta a la concisión casi epigramática de poemas como “Fin de cita” o “Intereses creados” y a la meditada respiración de poemas largos, como el que da título al libro (excelente) o a “Minas” (genial en su modo de superponer diversos discursos –ambientalistas, feministas, periodísticos– y cerrarlos o abrirlos en una plegaria final). Esa plasticidad retórica es lo que convierte a cada poema en una criatura sensible, capaz de exponer su propio mundo y reflejar el nuestro en sus múltiples facetas: “Nada que no supieras de la luna/ podría ser más viejo/ que esto de quedarse mirándola”.
Para volver al principio, el solo hecho de que exista una poeta como María Calviño, tan sutil y a la vez tan clara, con una obra escueta (no más de 70 poemas conformarían hoy su poesía completa), nos obliga, insisto, a una declaración de incondicionalidad.