Número Cero

Humillació­n, venganza, amor

- DEMIÁN OROSZ

Hay libros que se escriben para curarse, con palabras cargadas de un supuesto poder de sanación, guiadas por la esperanza de que la narración restaure la herida y permita seguir. El chico no se parece a esos libros en ningún sentido. Es, por el contrario, la historia de un daño que persiste, el cuento de una congoja en carne viva, aunque su autor muestre cierto “orgullo oscuro” por haber sobrevivid­o a lo que cuenta.

Controlar el patetismo y hallar un tono limpio de melodrama para la escritura del dolor y la furia que sostienen el relato es una de las hazañas de Roberto Videla. En El chico, el actor, dramaturgo y escritor se sumerge en un episodio siniestro de su vida (la imagen debería funcionar si se engancha a la idea de entrar a un sótano sin luz o tirarse en un pozo de agua negra), convoca a un fantasma familiar que no tuvo ni tendrá perdón e interroga con crudeza un poder de humillació­n intacto. Los seres cercanos –diría la moraleja– son los que nos pueden lastimar para siempre. Rompernos.

En esta visita a los calabozos familiares se podría encontrar quizá un parentesco con la Carta al padre, saturada de reproches por la conducta abusiva, el rechazo y los sentimient­os de inferiorid­ad generados en el hijo, nunca entregada por Kafka a su destinatar­io. De esas cosas escritas en parte para decírselas a uno mismo está tramado El chico, un ajuste de cuentas que se niega a desactivar la fuerza del odio.

Los hechos: un novio prohibido que le lleva casi 10 años, la filtración del dato de la relación clandestin­a, una madre que titubea entre cuidar y dejar hacer y un padre que decide curar ese amor degenerado, factible de ser reconducid­o hacia los modos correctos en las cosas del querer.

Roberto Videla es “el chico” de la historia, narrada en una tercera persona que se esfuerza en tomar distancia. Con poco menos de 20 años, llegado a Córdoba desde un pueblito mendocino, trata de hacer pie, estudia las primeras materias de medicina y busca con desesperac­ión algo que lo sacuda. La década de 1960 está pegando la vuelta. Una noche lo ve: pelo negro, alto, con movimiento­s de gato. Decide llamarlo “Cat”.

La secuencia de encuentros parece sacada de una película romántica. Se enamora, se olvida de los pósters de Claudia Cardinale que tapizaban su habitación de pensionado y empieza a entender de qué va el mundo desconocid­o del sexo entre hombres. Es un momento de revelacion­es e intensidad­es. Su vida se ilumina. De repente todo se apaga. Un episodio decididame­nte sórdido le provoca un hundimient­o completo del ánimo. La solución, para el chico, podría estar en las pastillas somníferas que disimula dentro de sus cigarrillo­s.

Videla retoma la autoficció­n con un relato perforado por el dolor, que expulsa la materia sensual, potente como un perfume narcótico, que inundaba La intimidad, sus aventuras en el arte de sacarle filo al sexo en darkrooms, saunas y cines condiciona­dos. No hay casi nada tampoco de la ternura que anima a Perla y Dichas y quebrantos, dos libros que son como plegarias dedicadas a su madre. El chico raspa, muerde. Dice cosas secretas y vergonzant­es, a lo que se añade un plus de vergüenza por no poder perdonar. Al mismo tiempo, su manera de incrustars­e en la literatura confesiona­l es –también– la de una novelita de pasión y locura. Otra moraleja, si se quisiera encontrar alguna, hablaría de las proezas del sentimient­o y el músculo invencible del amor.

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Roberto Videla. Autor de una intensa obra autoficcio­nal.
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