Por amor a ZAMA
La realizadora salteña vuelve a la cartelera de estrenos luego de casi 10 años con la adaptación de la novela emblema de Antonio Di Benedetto. Una entrevista que vale de avant premiere.
El pasado es esencialmente inaprehensible. Cuando el cine se propone filmar una época del pasado, la ambientación y ahora también los efectos especiales intentan conjurar la desgracia mecánica que el registro de cualquier cámara invoca: la actualidad. La novela Zama transcurre en 1790; la prosa de Antonio Di Benedetto es minuciosa y descriptiva de los movimientos de conciencia de su personaje; los detalles de época están, pero no son suficientes para ilustrar una transposición cinematográfica.
Tras el fallido intento de llevar al cine El Eternauta, Lucrecia Martel eligió una novela exigente como pocas. Quien haya leído Zama sabrá de inmediato que la prosa ceñida a lo necesario del relato requiere una atención absoluta; también demanda una capacidad imaginativa para escenificar un relato que está añadido a la conciencia de don Diego de Zama, un funcionario de la corona española que solamente desea regresar a España.
La proeza de Martel es doble. Por un lado, el filme consigue transmitir la desesperación del personaje por regresar, la inadecuación entre él y el mundo que lo rodea, y el deseo sexual como forma de conjura de un malestar permanente. Por otro lado, el tiempo del personaje y de toda una cultura colonial en una tierra aún “salvaje”, más que reconstruirse para ser filmado, parece desplegarse en una realidad paralela a la que Martel y los suyos hubieran llegado para filmar.
Zama es literalmente un viaje hacia un tiempo jamás visto, un trance cinematográfico cuyos 25 minutos finales tienen algo de aerolito llegado de un universo paralelo, como si el cine ya hubiera existido a fines del siglo XVIII y esta fuera una obra maestra de aquel entonces. Hay algo profundamente misterioso en este milagro llamado Zama.
El mundo de otro
Han pasado muchos años, casi 10, desde su última película, La mujer sin cabeza. Con Zama, Martel toma un viraje inesperado, acaso un movimiento doble: por un lado, deja Salta, la tierra simbólica de sus tres películas precedentes, y a su vez se traslada en el tiempo hacia una época pretérita, 1790. Pero hay algo más. Sus tres películas precedentes no tenían ningún referente previo; eran propias de su invención. Aquí, una novela extraordinaria es el esqueleto del relato.
–¿A qué se deben tantos cambios y cuál era el desafío en estas decisiones?
–Cuando terminé La mujer sin cabeza, tuve la sensación de que algo había concluido. Pero sin mucha conciencia de qué. Son cosas que no hay que detenerse a entender porque necesitan tiempo. Después vino ese ejercicio de meterse en el mundo de otro, que fue el proceso de adaptación de El Eternauta, y finalmente la inmersión en el mundo de Zama. Con la salvedad de que Zama es una invención de lenguaje. Mercurio en el oído. Un veneno fulmi-
nante y difícil de detectar, según decían. Asociar este proceso con intoxicación o enfermedad es un buen atajo, porque hay un orden que se altera, una mutación a la que el cuerpo es obligado. Todo comentario sobre esto parece insuficiente. En el orden de las palabras, en el tiempo de los verbos, hay un poder de vastas consecuencias sobre el cuerpo. Eso es posible advertir cuando escribís un diálogo. Los tiempos verbales son una invención endemoniada. Y después pasó otra cosa, mucho antes. –¿Qué fue lo que pasó, de qué se trata?
–Estaba de visita en el museo de la prisión de Ushuaia. Tendría yo 25 años. Había varias celdas ambientadas a la época de sus más renombrados reclusos, y en una había, como parte de la escenografía, una marquilla de cigarrillos Particulares 33. Mi papá fumaba esos a fines de los ’70. Una marquilla circulaba por el mundo y unía el mueble de la cocina de mi casa con la prisión de Ushuaia. Ahí por primera vez atisbé “la Circulación”. Me llevó mucho tiempo entender que de eso se trataba. No la invención, sino la circulación. Una novela es leída por alguien que luego hace una película, es parte de la circulación. Una membrana que va creciendo entre los individuos. Mayor circulación, mayor irrigación de ese tejido, y pasamos de sonámbulos solitarios a ser parte de una comunidad. –¿Cómo fue el trabajo sobre la adaptación?
–Las inclemencias del mercado han sido, en mi caso, un buen sustituto del rigor en la escritura. La falta de modestia de las primeras versiones de mis guiones siempre ha pasado por esa guillotina. A veces imagino una vida en países de abundancia, y estas películas serían obesas, rechonchas de escenas innecesarias y autocomplacientes. Tengo que confesar que la exigencia y precisión vienen más por la austeridad de recursos de estas latitudes. Es una vergüenza. Fabiana Tiscornia, con quien hemos trabajado juntas en la dirección desde siempre, fue la mirada a la que confié los ajustes de guion, porque tiene la capacidad de ver el carozo de las cosas. Todos los acortamientos que tuvimos que hacer, cada vez que hacíamos cálculos con los chicos de la productora REI y los números no daban, fueron revisados cuidadosamente por Fabiana.
–Un buen ejemplo de los procedimientos utilizados, ya en el inicio, es cómo introduce la descripción del heterodoxo pez que vive en los bordes del río. La voz en off es la de un indio castigado y no la del propio Zama, como en el libro.
–Esa escena pretendía ser la extraordinaria escena de la confesión del reo. Una noche el hombre despierta sintiendo que un ala de murciélago crece en su espalda, se la corta. A la mañana hay una mujer morena muerta, y él dice que la amaba. Ese horror lo comprendo perfectamente y a todos nos conmueve: alguien, tras un hecho violento, se mira a sí mismo, sin reconocerse. Quería esa escena en la película. Era una forma distinta de pensar sobre la identidad, que era el arroyo principal de la película. Entonces tomé el texto de los peces que son rechazados por el agua, que lo decía otro personaje, y lo pusimos ahí. Desde el principio, el título
Zama estaba pensado sobre un fondo de bagres o surubíes en un río rojizo. En verdad quería un manguruyú. Por los que esperan
Muchos recordarán que lo primero que se lee en Zama, antes de que la novela comience, es una dedicatoria misteriosa: “A las víctimas de la espera”. Esa descripción signa la experiencia del personaje, y da la impresión de que en su película Lucrecia Martel ha buscado por todos los medios materializar esa situación en todo lo que se llega a percibir del personaje. Es como si la puesta duplicara la experiencia interior de don Diego de Zama, a la que el espectador no tiene un acceso directo.
“Exactamente. ¿Qué es esperar? Si no hay un marinero oteando el horizonte, la tormenta llega igual, pero sin espera. La espera sólo existe si hay un humano que desea o teme, que es una emoción idéntica pero de signo contrario. Lo fundamental en este esquema de la espera es que quien teme o desea es un sujeto, un individuo con una idea de sí mismo. ¿Por qué Zama sufre? Porque espera. El corregidor, el juez, el que hizo justicia sin emplear la espada merece su recompensa y espera que el rey se la mande. Pero si deja de ser todo eso, se escapó de la espera. Cuando te citan para un trabajo, y sabés que te van a hacer esperar, porque la humillación de la espera disciplina, ¿qué hacer? Llevar un libro nuevo y proponerse terminarlo; cuando finalmente nos atiendan, la humillación habrá fracasado. Por eso creo que esta película, como la novela, tie- ne un final feliz. Nuestra cultura judeocristiana ha hecho un culto de la espera. Y Zama al final nos dice que no vale la pena”.
–¿Cómo pensó el período histórico? La indumentaria, los objetos, la musicalidad de las lenguas, la relación del cuerpo y su desnudo, la naturalidad de la esclavitud, la interacción secreta entre los animales y los hombres pertenecen a un tiempo. El filme parece filmado en vivo y en directo.
–Aquí sí creo que acertamos. Fue una verdadera construcción con un equipo que estaba animado por ese espíritu Di Benedetto. Inventamos un siglo XVIII con mucha desfachatez. En la etapa de escritura, María Alché recolectó información diversa, se entrevistó con expertos en navegación, en utensilios, en cuanta cosa pensábamos que pudiera servirnos para tomar ideas. Ya habíamos hecho juntas ese trabajo para El Eternauta. María Onis se encargó de buscar la ambientación. Queríamos algunos objetos que fueran precisos del siglo XVIII, para anclar la época, pero sin aferrarnos. Fue clave armar un equipo con brasileños, que aportaron muchas cosas de su extenso lado. Con Karen Pinheiro y su equipo de amazonas brasileñas tomamos de referencia la arquitectura religiosa de las Chiquitanías, pero para los edificios civiles. Karen además usó los colores de las arenas de Empedrado, Corrientes, para armar la paleta, ya que la Gobernación se filmó en Chascomús en pleno invierno.
En el cine de Lucrecia Martel, las historias se imponen pero siempre el sonido juega un papel preponderante. Daría la impresión de que ella concibe el sonido de sus películas como si este se ajustara a la sensación que se experimenta en la conciencia previa al sueño. Se evidenció en La ciénaga (2001), también en La niña santa (2004) y se confirmó en La mujer sin cabeza (2008). Ahora llega Zama, y no es la excepción.
–En su nueva película, la presencia sonora es predominante en algunos pasajes y tiene una implicancia poética decisiva.
–He trabajado con Guido Berenblum desde el principio. Tiene un metrónomo en el hipotálamo. Detecta ritmos y sonidos donde los demás escuchamos un ruido espantoso. Guido y su equipo han perdido la cordura hace tiempo, como la mayoría de la gente que trabaja con sonido, y para disimular inventan enfermedades y hablan de comidas exóticas. Queríamos que el sonido fuera subjetivo y muy ajustado a la región del Chaco. En cuanto a las aves, nos gustaban mucho el Urutaú, casi humano, y el Pájaro Campana, casi cibernético. Guido juntó una colección de pájaros de la región que encontró en distintas páginas de ornitólogos, además de chicharras y otros bichos. En el armado de bandas lo dejé bastante abandonado esta vez, y sólo pudimos corregir cosas durante dos semanas. Habíamos hablado por suerte mucho antes y durante la película. Emanuel Crozet, el mezclador de sonido francés de La ciénaga y La mujer sin cabeza, nos propuso hacer una mezcla menos medida, más ruidosa, casi desprolija. Con Guido nos miramos raro, porque las bandas estaban muy organizadas para un tipo de mezcla, pero enseguida comprendimos el hallazgo que era esa idea para Zama.
–Los diálogos en sus películas son cruciales, pero la novela es menesterosa al respecto. ¿Cómo concibió aquí la musicalidad del lenguaje?
–El concepto con los diálogos pasaba por que muchos textos de los otros personajes fueran dichos en off sobre el primer plano de Zama. Desde la primera versión del guion, pensé que si repetíamos el procedimiento muchas veces, el espectador tendría al final un efecto de que el relato era una invención de Zama. Y ahora, después de Venecia (en cuyo festival se presentó la película y recibió el elogio de la crítica), y de muchos reportajes, sé que funciona.
–Otra novedad en “Zama”, si uno recuerda sus películas previas, pasa por los temas musicales que cada tanto interrumpen el universo ficcional. ¿Por qué sintió la necesidad de agregar música?
–YouTube me ha devuelto la esperanza en la humanidad. A todos los humanos, creo. Como la casi totalidad de la población con internet, no paso un día sin derivar por YouTube. A veces pongo una palabra al azar, para ver adónde me lleva, otras veces voy muy decidida a buscar algo y a los 15 minutos estoy nuevamente a la deriva sin sentido. Así encontré a Los Indios Tabajaras. Dos guitarristas brasileños de los años ’50, con cierto humor en su música, que por momentos es intencional y por momentos es fruto de sus grandes ambiciones. En una película sobre la dificultad de ser, tenerlos era una buena idea.