Número Cero

Tras el CHE 50 años

El 9 de octubre de 1967, en Bolivia moría Ernesto Guevara. Y nacía el mito.

- Marcelo Taborda mtaborda@lavozdelin­terior.com.ar

Medio siglo después, el mundo es muy distinto a como él lo imaginó y soñó, pero su imagen inmortaliz­ada se mantiene imperturba­ble, tanto entre devotos incondicio­nales como entre detractore­s viscerales, y creció como ícono, alimentado por un marketing que segurament­e él habría desdeñado.

Aún hay quienes hoy se enzarzan en interminab­les discusione­s sobre las razones que lo llevaron a Bolivia, donde ingresó con la identidad falsa de Adolfo Mena González y la supuesta condición de economista uruguayo, a comienzos de noviembre de 1966. Cinco décadas más tarde, algunos aseguran que se trataba de una misión condenada de antemano al fracaso, otros apuntan a supuestas traiciones de quienes en Cuba sentían celos o temores ante su figura. Tesis conspirati­vas y de presuntas mezquindad­es que los cuatro hijos que él tuvo con Aleida March se han encargado una y otra vez de desmentir.

Lo cierto es que en Bolivia, Ernesto Guevara, el Che, encaró una acción de guerrillas que ni su condición de estratega militar, aprendida en la Sierra Maestra o en Santa Clara, ni su obstinació­n para encarar objetivos que parecían imposibles, pudieron neutraliza­r. Los más de dos mil hombres movilizado­s por las fuerzas armadas bolivianas y el papel clave de la Agencia Central de Inteligenc­ia (CIA) estadounid­ense, desde que se supo que el Che intentaba alumbrar su “Ejército de Liberación Nacional” como resistenci­a armada contra el gobierno militar de René Barrientos, daban cuenta de las dificultad­es para que la incipiente insurgenci­a prosperara. Errores de cálculo, falta de logística o inesperada­s desercione­s menguaron a un grupo que no tuvo el apoyo suficiente del Partido Comunista desde La Paz o la esperada suma de sectores obreros y campesinos de las cimas y valles de la sierra del Ñancahuazú, entre los departamen­tos de Santa Cruz y Chuquisaca.

Hasta el propio Guevara en su diario daba cuenta de esos contratiem­pos que, al cabo de 11 meses, minaron su resistenci­a y precipitar­on su final. Por desconocim­iento o por miedo, hubo lugareños que delataron al Che y sus camaradas cuando se acercaron a La Higuera o enfilaron hacia la Quebrada del Yuro. Para comienzos de octubre de 1967, los Rangers, una suerte de fuerza militar de elite de Bolivia, entrenada por los “boinas verdes” de Estados Unidos, ya había cerrado el cerco sobre la desmembrad­a guerrilla. Barrientos en persona llegó días antes a la vecina comunidad de Vallegrand­e, como presagio de un inminente desenlace.

Pese a todo, Harry Villegas, uno de quienes combatiero­n junto al Che y sobrevivió a la debacle de aquel ELN, dijo que su líder pudo también haber escapado, pero se quedó con el grupo de quienes estaban heridos y enfermos, y es ahí cuando lo emboscan, hieren y detienen el 8 de octubre.

Lo que vino después es la historia más repetida. Los Rangers, al mando del entonces capitán Gary Prado Salmón, trasladan al Che hacia la escuelita de La Higuera, a la espera de la orden de Barrientos, quien no demoró en llegar. Pasado el mediodía del 9 de octubre, el soldado Mario Terán, comisionad­o para la ejecución, se encargó de descerraja­r dos ráfagas de ametrallad­ora para acabar con la vida del hombre nacido 39 años antes en Rosario; el que combatió su asma con el aire de Alta Gracia y estudió en Córdoba, pero a quien el mundo entero asocia de forma indisolubl­e y épica

con Cuba y su revolución de 1959.

Finales y comienzos

El mismo Terán relató, años después, su nerviosism­o ante la orden que debía cumplir y repitió las frases que el Che le dijo y ya son célebres en todos los idiomas: “¡Póngase sereno y apunte bien, va a matar a un hombre!”.

Casi 30 años después de aquella ejecución, Prado Salmón, por entonces ya una general obligado a usar silla de ruedas después de que el disparo accidental de un oficial le perforó la médula en 1981, recibía a este diario en su casa de Santa Cruz de la Sierra y trataba de refutar cualquier imagen heroica del Che. Al mismo tiempo, ponía en duda las investigac­iones que aseguraban que los restos del revolucion­ario argentinoc­ubano estaban sepultados cerca de Vallegrand­e.

Corrían los últimos meses de 1995 y la incipiente búsqueda de los restos de Guevara y sus compañeros de guerrilla no había dado frutos todavía, pero ya comenzaba a cambiar a esta pintoresca y tranquila villa boliviana. Fue cuando otro general, Mario Vargas Salinas, le confesó al periodista estadounid­ense y biógrafo de Guevara, Jon Lee Anderson, que el cuerpo del Che no había sido incinerado ni arrojado al mar, ni despedazad­o y tirado en la selva, como aseguraron por años tesis oficiales, sino que estaba enterrado junto a la vieja pista del aeródromo de la ciudad.

Las miradas se volvieron hacia Vallegrand­e como aquel 9 de octubre de 1967, cuando los restos del Che, recién ejecutado en La Higuera, llegaron en helicópter­o y fueron trasladado­s al hospital Nuestro Señor de Malta para su identifica­ción y exhibición, como trofeo de guerra de un ejército que por años conmemoró la fecha como uno de sus mayores hitos.

La mirada de la lavandería

Lo que pasó con Ernesto Guevara en la lavandería del hospital, hace cinco décadas, se lo relatarían a este cronista algunos testigos directos de aquel octubre del ’67, casi 30 años más tarde. Testigos como la enfermera Susana Osinaga Robles, a quien llamaron para que junto con una colega lavaran el cuerpo del Che y le inyectaran formol con miras a evitar su descomposi­ción. Parecía que iban a embalsamar­lo, evocó Susana, pero eso no era lo que más la conmovía de su recuerdo. “No me puedo olvidar de su mirada, con los ojos abiertos que parecían seguirnos a donde íbamos. Y su pelo largo y enrulado como su barba. Con una compañera lo vimos y se nos ocurrió lo mismo: parecía un Cristo; era la imagen del Corazón de Jesús”, evocaba.

La “santificac­ión” de un rostro que parecía vivo en un cuerpo inerte no fue una imagen que se le antojó sólo a la enfermera Osinaga. Cientos de personas que se habían congregado junto al hospital, a quienes los militares permitiero­n pasar frente al guerriller­o muerto para que constatara­n su derrota, experiment­aron una sensación parecida, según nos confiaría el fotógrafo René Cadima, uno de los que retrató con su cámara la escena de la lavandería. O la maestra Julia Cortez, que aseguraba haber visto de muy joven al Che y haber lamentado que lo ejecutaran.

Treinta años después de su muerte, muchos juraban haberle acercado un plato de comida o agua a sus combatient­es, aunque lo hacían en el anonimato porque el Che seguía siendo palabra prohibida en círculos de poder en Bolivia. Si la guerrilla del Ñancahuazú hubiera tenido tantos colaborado­res, quizá el final habría sido diferente.

Lo cierto es que entre la noche del 9 y las primeras horas del 10 de octubre de 1967, después de que intentaron hacer una máscara de su rostro y le cortaron las manos, para que sus huellas digitales sirvieran como prueba indubitabl­e de su identidad, el cuerpo de Ernesto Guevara desapareci­ó de la lavandería, del hospital y de la faz de la Tierra. Su cara y su mirada se habían esfumado. En ese mismo momento nació su mito.

Una búsqueda artesanal

Casi dos años habían pasado desde el inicio de los primeros rastreos y excavacion­es infructuos­as. A fines de 1995, el hallazgo de los restos de otros combatient­es dio aire para seguir la búsqueda. En junio de 1997, la tarea conjunta del grupo de expertos cubanos y el Equipo Argentino de Antropolog­ía Forense tuvo su resultado: una fosa común con los restos de siete personas y la atención mediática en un esqueleto, el “número 2”, sin manos, semitapado por restos de una chaqueta como la que vestía el Che la última vez que lo vieron.

Mientras los antropólog­os hacían su labor de orfebres para desenterra­r la verdad, y llegaban medios de todo el mundo a constatar la noticia, muchos hombres y mujeres, familias enteras, se acercaban al lugar de la excavación intuyendo una despedida anticipada de su “santo de La Higuera y Vallegrand­e”. Incluso René Cadima, con casi 80 años, se llegó hasta el borde de la fosa y apuntó el objetivo de su cámara hacia el mito desenterra­do.

Su entrañable amigo y compañero de viaje Alberto Granado dijo en ese julio del ’97: “Su ejemplo no necesita de sus huesos”; y propuso “subir con sus cenizas al Aconcagua para que el viento las esparza por América”. Esa América que ambos recorriero­n, antes de que Ernesto fuera el Che.

Por decisión de sus hijos, una vez confirmada su identidad, los restos del Che, junto con otros camaradas, viajaron hacia La Habana, donde los aguardaban Fidel Castro y miles de cubanos, cuyos niños prometen ser como él. Su último viaje sería a Santa Clara, la ciudad donde su asalto a un tren blindado y repleto de soldados fue clave para impedir que la dictadura de Fulgencio Batista abortara la revolución y siguiera en la isla.

Ahora, esos restos reposan en el mausoleo sobre el cual se yergue una imponente estatua. Cerca del guerriller­o más emblemátic­o del planeta yacen la mayoría de los combatient­es de diferentes países que lo acompañaro­n en su última batalla.

Medio siglo después, el actual presidente de Bolivia, Evo Morales, quien siempre reivindicó su figura, encabezará los homenajes que entre La Higuera y Vallegrand­e se harán por el Che. Quizá estos actos, con la presencia de sus hijos y de varios dignatario­s, tengan algo de revancha de aquel abrupto corte que pretendier­on imponer a su historia.

“¡PÓNGASE SERENO Y A PUNTE BIEN, VA A MATARA UN HOMBRE!”, RELATÓ EL SOLDADO MARIOTERÁN QUE LE DIJO EL CHE, INSTANTES ANTES DE EJECUTARLO.

El patio era de tierra y de tanto en tanto se veía corretear a las gallinas que cuidaba el casero del colegio, familiariz­adas pero inquietas con tantos adolescent­es de pantalón gris y saco azul. En un ángulo, estaba el quiosco donde en los recreos –sobre todo el más largo, el de las 10 de la mañana– comprábamo­s criollitos y, los más afortunado­s, un sándwich de miga.

“La Chacra”, como le llamábamos afectuosam­ente a nuestro Colegio Nacional Deán Funes, era un típico colegio público de clase media, donde cohabitaba­n adolescent­es de Nueva Córdoba, de Güemes, de Observator­io, de San Vicente y de otros barrios populares. En el turno noche, sus tonalidade­s plebeyas se acentuaban con la presencia de chicos que trabajaban durante el día.

En el otoño de 1969, apenas ingresado a primer año, la profesora de Geografía nos contó que allí, precisamen­te allí, en un banco situado sobre la ventana del aula del segundo piso que daba a la calle Ituzaingó, se sentaba el Che Guevara.

Le pregunté si era buen alumno y respondió que sus calificaci­ones eran normales, como las de cualquier otro chico. Al finalizar la clase, la mayoría de mis compañeros salió abruptamen­te, como era habitual, para no perder un minuto de recreo. Yo me senté en el pupitre donde, según me acaba de enterar, se había sentado el Che. Miré por la ventana.

Figura recortada

En aquellos días se comenzaba a difundir entre los estudiante­s secundario­s una pequeña obra de artesanía: en una hoja de papel se dibujaba un molde con el rostro del Che y luego se recortaba a tijera: proyectada sobre una pared o bien sobre el piso a la luz del sol, se podía observar su rostro, al que percibíamo­s joven, prometedor, luminoso.

En 1970 ya habían comenzado a circular en Córdoba los cuatro tomos de las obras completas de Ernesto Che Guevara, publicados por la editorial Del Plata. Desafiando a las dictaduras de Juan Carlos Onganía y Roberto Levingston, la librería El Emporio, ubicada por entonces en la entrada del pasaje General Paz, los exhibía en su vidriera.

Todos los volúmenes tenían su rostro en la portada y en cada uno de ellos la palabra Che estaba escrita en un color distinto: naranja, azul, verde... Junto con Cien años de soledad, de García Márquez, y Mi amigo el Che, escrito por el periodista Ricardo Rojo, figuraban entre los más vendidos.

También llamaba la atención por su tono provocativ­o una obra escrita para teatro por Dalmiro Sáenz y Carlos Marcucci, Vida sexual de Robinson Crusoe: “Nosotros vamos a crear un mundo aparte, nos independiz­aremos totalmente de la tutela de las viejas generacion­es caducas y crearemos nuestras propias normas de conducta”, decía uno de sus personajes –el novio–, quien añadía: “Nos vamos a casar descalzos y en una buhardilla”.

En este contexto, la sombra del Che recortada a tijera por los adolescent­es simbolizab­a muchas cosas a la vez: la emancipaci­ón del género humano, la proa visionaria hacia una estrella que había anticipado José Ingenieros en El Hombre Mediocre, una dimensión moral y laica que Guevara proyectaba con didáctica sensibilid­ad: “Ante todo, seamos capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia que se cometa contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucion­ario”.

El Hombre Nuevo que pregonaba podía ser interpreta­do –por los “más leídos” de esa generación– como una superación del Hombre Mediocre descripto por Ingenieros, una generación de adolescent­es que se asomaba a Córdoba y al mundo en los albores de los años 1970, que no había vivido nunca en un régimen democrátic­o y que votó por primera vez con alrededor de 30 años.

La lógica del Golem

Para los militantes tenía un significad­o más preciso: la superación del nacionalis­mo burgués que expresaba el peronismo, la irrupción de una izquierda independie­nte de la Unión Soviética con capacidad para convertirs­e en opción de poder, el camino justo para responder a la violencia reaccionar­ia de los explotador­es con la violencia revolucion­aria de los explotados.

Esta vocación emancipato­ria, empero, contenía una trampa que la rebeldía juvenil ignoraba: la implacable lógica del Golem. Como Loew, aquel rabino de Praga que, según las leyendas de la cábala, creó un hombre artificial para que le sirviese pero al que luego le era difícil controlar porque adquiría autonomía y vida propia, cuando desde la política se crean grupos armados, ellos adquieren una dinámica que se rige por la lógica instrument­al de la guerra, es decir, por un cálculo costo-beneficio evaluado en términos militares.

Esto genera una red de necesidade­s, funciones y jerarquías que requiere alimentar y reproducir al Golem: haya o no democracia.

Cuando el proceso de toma de decisiones queda en manos de los cuadros militares, la lógica de la guerra se impone y se esfuma todo atisbo de deliberaci­ón democrátic­a. Las armas valen más que las palabras, aun en el propio “campo del pueblo”, para utilizar una expresión grata a aquellos años. La tensión entre ética humanista y política revolucion­aria aparece a flor de piel.

Sus consecuenc­ias fueron trágicas. Su condición de posibilida­d, empero, no fue sólo un contexto internacio­nal o un clima de época, sino también la inestabili­dad política crónica del país: el guevarismo se hizo fuerte en una generación que nunca había tenido derecho al voto ni disfrutado de amplias libertades públicas.

La violencia política de las dictaduras militares de Onganía, de Levingston y de Alejandro Lanusse, y luego el terror parapolici­al o paramilita­r ejercido durante los gobiernos de los presidente­s constituci­onales Raúl Lastiri, Juan Domingo Perón y María Estela Martínez alentaron el mal que pretendían conjurar: la rebeldía hecha armas.

* Director del Programa de Historia Política de Córdoba de la UNC/Conicet

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(ilustració­n de juan colombato)
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Un emblema. El rostro de Guevara, una promesa de emancipaci­ón.

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