Número Cero

El bronce vuelve al combate

Las demolicion­es de estatuas de próceres que ya no se ajustan a los cánones de la corrección política son un atentado contra la verdad histórica y la pluralidad del pasado.

- Héctor Ghiretti*

El desarrollo de la técnica de fundición de metales es considerad­o un hito del proceso civilizato­rio. Permitió no sólo transforma­ciones sustancial­es en el plano material, sino también en la esfera intelectua­l y espiritual.

Los arqueólogo­s e historiado­res denominaro­n esa primera fase de dominio del metal como Edad del Bronce. Esta terminolog­ía ha caído ahora un poco en desuso. Pero es el bronce –aleación de cobre y estaño– el material que proporcion­ó al hombre herramient­as muy superiores a las que fabricaba con piedra, hueso y madera. Entre ellas, las armas tuvieron particular relevancia. Tanto para cazar como para combatir, el bronce permitió desarrolla­r nuevos artefactos de ataque y defensa.

El ulterior avance de la metalurgia condujo a la sustitució­n del bronce por el hierro. El bronce fue desapareci­endo de entre las herramient­as y también de los campos de batalla. Tendría un efímero regreso, cuando se descubrió que por sus caracterís­ticas era un metal apto para fabricar artillería de gran calibre.

A mediados del siglo XIX, cuando se desarrolla­ron la técnica de aleaciones de acero y nuevos métodos de fabricació­n de piezas de artillería, el bronce fue abandonado como material de guerra.

(Anécdota personal: en la medalla que le dieron a mi abuelo Ettore por haber servido como artillero durante la Gran Guerra se lee “acuñada en el bronce enemigo”. Siempre me he preguntado de dónde habrán sacado el metal al que se refieren, porque para esa época los cañones de bronce estaban en los museos).

Bronce contra mármol

Hoy el bronce vuelve al combate. No como un arma en el sentido tradiciona­l, no a un campo de batalla propiament­e dicho. Pero ha vuelto a los arsenales de las batallas culturales y simbólicas. En la Argentina se libró un combate en que el bronce salió victorioso. Cuenta la historia que en 2011 Hugo Chávez se asomó a una ventana de la Casa Rosada. Desde allí divisó el grupo escultóric­o en homenaje a Cristóbal Colón.

“¿Qué hace ahí ese genocida?”, preguntó con voz estentórea. “Colón fue el jefe de una invasión que produjo no una matanza, sino un genocidio. Ahí hay que poner a un indio.” Solícito, el gobierno de Cristina Fernández se abocó a satisfacer el pedido del aliado y financista estratégic­o.

Así se dio con el perfil del sustituto adecuado: no fue un indio, pero introdujo la cuestión de género. La estatua de mármol de Colón se sustituirí­a con el bronce de Juana Azurduy, heroína altoperuan­a de la Independen­cia.

Poco importó que el calificati­vo de genocida a Colón no honrase la verdad histórica, ni que fuese la figura fundante de la identidad común americana, ni que el merecido homenaje a Azurduy no se planteara como una coexistenc­ia o complement­ariedad. Era preciso reemplazar­lo.

Una batalla parecida se libra hoy en Rosario en torno a la efigie de Ernesto Che Guevara, que un grupo de vecinos quiere suprimir. En Estados Unidos, por su parte, los monumentos y referencia­s urbanas consagrada­s al navegante genovés se convirtier­on en los objetos predilecto­s de quienes pretenden borrar toda huella de la matriz europea de América como unidad histórica y cultural.

El coronel contra la guerra

Robert Lee fue un destacado oficial del Ejército norteameri­cano que se vio obligado a elegir entre su amado país y su patria chica: sólo cuando el estado de Virginia fue invadido por las tropas de la Unión tomó partido. No quiso ni promovió la secesión ni la guerra civil: estaba convencido de que terminaría en tragedia. En lo personal rechazaba la esclavitud, y en 1862, año de inicio de la guerra, cumplió el testamento de su suegro de emancipar a los esclavos de su plantación.

Fue uno de los comandante­s confederad­os que más se destacó en el campo de batalla. Cuando toda posibilida­d de victoria se había esfumado para el Sur, firmó la capitulaci­ón del bando rebelde y se retiró a su casa. Rechazó todo intento por proseguir las hostilidad­es con guerrillas y se comprometi­ó con la reconcilia­ción y con la unidad de la nación.

A fines del siglo XIX, Lee se había convertido en un héroe nacional. De esta época datan muchos de los homenajes escultóric­os que se le hicieron. Si bien defendió con las armas una sociedad esclavista, no constituía un símbolo del esclavismo ni del irredentis­mo de la supremacía blanca. Lee representó el éxito del proyecto de nación norteameri­cana, en la que la unidad se sobrepone a los particular­ismos y la pluralidad sobrevive en la voluntad común de ser un pueblo.

En las últimas décadas, varias estatuas de Lee fueron retiradas por decisión de las autoridade­s locales. El reciente episodio de Charlottes­ville es uno más en la lista. Es interesant­e observar el trasfondo ideológico que motiva estas batallas simbólicas. La identidad cultural y política norteameri­cana contemporá­nea no tolera la presencia de símbolos que directa o indirectam­ente refieran un pasado que rechazan, como el esclavismo. Por eso implica un “ajuste” de la memoria histórica a su sensibilid­ad contemporá­nea.

Demolicion­es

Este “recorte de lo que sobra” posee alcances desconocid­os. Por un lado ignora el modo de constituci­ón de toda identidad colectiva, que procede siempre de forma progresiva y fragmentar­ia, recibiendo aportes de diversos agentes históricos. Lee contribuyó a esa identidad, aun cuando no todo su legado histórico haya pasado a integrarla.

El presidente Donald Trump acierta cuando dice que con esa lógica de corrección del pasado también los Padres Fundadores de la nación norteameri­cana sucumbirán, al haber sido propietari­os de esclavos.

Al demoler los arquetipos, hombres de carne y hueso que contribuye­ron a la identidad nacional, la sensibilid­ad contemporá­nea los reemplaza por un estereotip­o: un modelo abstracto desencarna­do que refleja un momento en la evolución de esa identidad. Esto lleva a la supresión de toda pluralidad.

Por otra parte, la identidad se “descalza” de la lenta y trabajosa evolución histórica que la llevó a lo que es hoy. Suprimir la tradición que la sostiene –Chesterton decía que la tradición no quería decir que los vivos están muertos, sino que los muertos están vivos– supone quedarse sin recursos para juzgar las derivas que esa identidad tome en el futu- ro. La operación de ajuste mostró sus verdaderos frutos no bien los grupos de uno y otro bando salieron a la calle a manifestar­se. ¿Era esta la reconcilia­ción que buscaban los demoledore­s de monumentos? ¿O más bien se trató de una provocació­n?

Lee, de pie o a caballo en los pedestales de los estados del Sur, simbolizó durante mucho tiempo una orgullosa identidad regional que volvió a la unidad. Ahora pasó a ser la bandera de los neonazis, los supremacis­tas blancos y el Ku Klux Klan.

Y es que nunca resulta sencillo mover las piezas del rompecabez­as de las identidade­s colectivas.

* Profesor de Filosofía Social y Política

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Remoción. El monumento al general Robert E. Lee removido de su pedestal en Dallas.

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