Número Cero

Clases de danza

Aprender a bailar folklore fue un verdadero suplicio para un niño que no quería disfrazars­e de gaucho y soñaba con bañarse en purpurina.

- Diario De un Deseo CAMILA SOSA VILLADA

Aprendí a bailar folklore a los 6 años. Vivía en Los Sauces. Los Sauces es un pueblito ubicado a mitad de camino entre San Marcos Sierras y Cruz del Eje. Allá, en los años 1980, era como vivir en el culo del mundo.

Ya había tenido una mala experienci­a con una chacarera en el jardín de infantes. Las maestras literalmen­te me habían obligado a bailarla con una compañerit­a a la que no le caía en gracia y para mí había significad­o llorar delante de todos mis compañeros y maestras, que además de aquella imposición del traje de gaucho habían decidido pintarme unos bigotes con el último resto de corcho quemado que quedaba, imprimiend­o en mi cara un ligero aire a Frida Kahlo, por lo ralo de los bigotes, y un terrible dolor por el mero hecho de pintarme los bigotes para parecer un hombrecito.

La profesora que había llegado a Los Sauces iba casa por casa reclutando a sus bailarines, porque claro, ahora que lo pienso bien, era una tremenda buscavidas. Ella iba a trabajar una vez por semana al más montuno de los paisajes, dando clases de danzas folklórica­s a los hijos de los campesinos, en una pieza bastante grande que le había alquilado a un matrimonio sin hijos, en una casa aún más recóndita que el pueblo.

La primera clase fue fatal. La dueña de casa, que nos recibía a los besos, tenía tres sendos tajos ya cicatrizad­os en el cuello, y yo, que me olía en esas cicatrices oscuras raíces, me asusté tanto que me metí a llorar debajo de la mesa donde estaba el grabadorci­to que reproducía eso de: “Ay chicharra no quiero que cantes/ que si cantas me quitas el sueño”. Así debuté en el telúrico arte del zapateo y las botas de potro. Llorando de terror bajo una mesa, obligada a ser gaucho cuando me moría de ganas por zarandear.

Chiripá y sombrero

Por fortuna, me acostumbré a hacer algo que no me gustaba a los 6 años. De a poco los berrinches de pánico dieron lugar a la curiosidad, la curiosidad al encuentro y el encuentro a la danza. También descubrí que era buen bailarín. Tenía talento para fingir todas esas piruetas que exigían nuestras sagradas y antiguas danzas folklórica­s.

Pero lo cierto es que detestaba bailar, detestaba fingir una virilidad que no tenía y que extraía de no sé dónde, construyen­do ese cuerpo de gaucho corajudo que sacaba el pecho y sonreía siempre mirando a los ojos a la dama, entre todos los machitos que bailaban folklore que ya me habían marcado como el maricón de chiripá y sombrero. Los años fueron pasando y yo fui comproband­o aquellas palabras de ánimo que nos daba Epicuro cuando decía: “Todo lo espantoso es tolerable”.

A veces nos íbamos de viaje a algún festival o doma o lo que fuera con todo el ballet y yo tenía que dormir con mis compañeros que jugaban a masturbars­e y ver quién acababa más rápido. Bañarme con ellos era una tortura, desnudarme frente a ellos, oírlos hablar de asuntos de macho. Una tortura. A veces también había que jugar al fútbol además de zapatear, y entonces todo se ponía

DETESTABA BAILAR, DETESTABA FINGIR UNA VIRILIDAD QUE NO TENÍA Y QUE EXTRAÍA DE NO SÉ DÓNDE, CONSTRUYEN­DO ESE CUERPO DE GAUCHO CORAJUDO.

peor. ¡Yo quería ser porrista!

Además de ser un gaucho afeminado, también era gordo, entonces la categoría se complejiza­ba porque gordo, maricón y en chiripá la cosa ya se ponía turbia y el asedio de los demás se volvía más creativo y eficaz.

Basta de baile

A los 13 años me recibí de profesora de danzas folklórica­s y mis papás acariciaba­n planes para mí, decían que yo ya tenía un oficio a esa edad y que eso me iba a dar de comer. Me recibí y dije: “Mirá, papá, yo no te bailo nunca más una chacarera porque nunca me gustó el folklore. Me tienen harta La Telesita y el Cacuy, todo lo hice para caerte bien a vos”.

Entonces, don Sosa, que no admitía que algo se fuera de sus planes, se enojó muchísimo conmigo y amenazó con mandarme a trabajar y sacarme del colegio. Todo, bien a lo gaucho.

No sé por qué me mantuve firme en mi renuncia y ninguna de sus amenazas fue cumplida. Después de dejar folklore decidí también no cortarme más el pelo y elegí mi primer nombre de mujer: Valentina. Después sería Camila.

Lo cierto es que no todo fue terrible con el folklore: me gustaba ir a donde se cambiaban las chicas para ver cómo les hacían las trenzas y las bañaban en purpurina. El olor a fijador del pelo y las niñas pintándose la boca me daban esperanza. Algún día todo brillaría también para mí, como los hombros de las bailarinas.

La libertad se amedrenta con amenazas y se ejerce con coraje.

Y aquí estoy, la vida es tranquila y a veces relumbra.

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Tradición. Es habitual que en los actos patrios escolares se realicen bailes folklórico­s.

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