Otra vez, la violencia de moda
Las turbulencias en el Gran Buenos Aires muestran múltiples manifestaciones y revelan motivaciones ideológicas, sociales y también extorsivas contra el Gobierno nacional.
Cuando los hechos de hoy sean parte del pasado, la particular fisonomía setentista que Argentina adoptó en 2017 ocupará un lugar de privilegio en los futuros libros de historia. La reinstalación de la violencia como método de acción política tiene, casi en forma excluyente, el acotado alcance geográfico de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y el conurbano bonaerense, aunque se sabe que una hoguera en ese territorio caliente carboniza al país entero.
Las turbulencias escenificadas en cercanías del puerto muestran múltiples manifestaciones: calles permanentemente bloqueadas por variopintas movilizaciones, encapuchados con palos y fierros entre sus manos adueñándose de los espacios públicos, bombas incendiarias transformadas en renovadas vedettes del activismo político, paquetes con artefactos explosivos, escraches a funcionarios públicos y discursos propios de la antesala de un golpe de Estado.
No hay que olvidar, por supuesto, la toma de escuelas secundarias principalmente ubicadas en los barrios porteños más acomodados.
Fuera de la gran vidriera porteñocéntrica, la agenda nacional incorporó en las últimas semanas la inquietud por los métodos violentos de una agrupación mapuche que opera en la Patagonia, en paralelo con un detalle que parecía inexorable a esta altura de la convulsionada coyuntura: la desaparición de un joven, Santiago Maldonado, en confusas circunstancias y con el Ministerio de Seguridad y la Gendarmería en el ojo de la tormenta.
En el marco proselitista, la explotación política de ese caso fue llevada hasta el máximo posible, hasta que la falta de novedades deseadas hizo bajar la espuma.
Reglas propias
Todo lo descripto hasta aquí parece el catálogo propio de una situación prerrevolucionaria, aunque, si de violencia en la agenda política se trata, en Argentina este fenómeno también incluye matices más rudimentarios.
Sin la mística propia de las rebeliones urbanas ideologizadas, en esa categoría entran las prácticas de los matones dirigidos por personajes como Milagro Sala, Jorge Castillo (el dueño de La Salada), Omar “Caballo” Suárez (exmandamás del Sindicato de Obreros Marítimos Unidos) o Juan Pablo “Pata” Medina (jerarca de la Unión de Obreros de la Construcción de La Plata).
En rigor, la mayoría de esos caciques político-sindicales y sus rudos incondicionales están acostumbrados desde hace décadas a imponer a piñazos sus propias reglas de juego al margen de las candorosas instituciones democráticas, pero el “cambio de época” alteró la rutina y el tufillo de autoritarismo y corrupción en torno a sus organizaciones afloró con toda su potencia.
Eso los colocó en el centro de la escena con los resultados conocidos: como ejemplo bastan el recibimiento a tiros que el dueño de La Salada les prodigó a los policías que fueron a detenerlo, o el atrincheramiento del “Pata” y sus seguidores cuando se enteraron de que la Justicia iba por él, situación que (de no haber mediado la cordura a último momento) podría haber derivado en una batalla campal propia de una guerra civil.
Las motivaciones
Al margen del esperable clima violento que puedan fomentar mafias o patotas afectadas por el accionar gubernamental o de la Justicia (cuando se decide a actuar), buena parte de la agitación política contra el Gobierno nacional que arrecia desde diciembre de 2015 en adelante podría ser asignada a alguna de las siguientes motivaciones, o a una combinación de todas: imposibilidad de algunos sectores para admitir resultados electorales adversos, fuerte polarización ideológica o desesperación de franjas postergadas de la sociedad por el deterioro en su calidad de vida.
En cualquier caso, la adopción de fórmulas violentas para zanjar diferencias es posible porque existe una estructura autoritaria edificada sobre la visión de oposiciones binarias, fuertemente arraigadas en las prácticas político-sociales del país.
Lo llamativo es que las condiciones imperantes hoy contras- tan con el contexto militarizado que vivía el país hace 40 años, por lo que no se justificaría la adopción de métodos de lucha similares a esas épocas.
Justamente por esas enormes diferencias, la mayoría de la sociedad descree que las cosas pasen a mayores, aunque nadie puede garantizar que no perduren individuos dispuestos a salvajadas irreparables.
No debería perderse de vista que los odios engendrados por la “grieta” llegarían así a niveles inusitados, que difícilmente podrían beneficiar a los que creen que ese es el camino para llegar al poder, o para recuperarlo.
Mientras el Gobierno prefiere la cautela a veces exagerada, la falta de una contundente condena a los hechos de violencia política por parte de distintos sectores de la sociedad y de referentes principales de la oposición, cuando no el silencio absoluto sobre el tema de los que más se espera que hablen, parece un guiño hacia los exaltados.
A propósito, José Nun rescata en uno de sus libros una magistral frase de Albert Einstein: “La vida es muy peligrosa. Pero no tanto por las personas que se dedican a hacer el mal, sino por quienes se sientan a ver qué pasa”.
(*) Periodista e investigador del CEA-UNC