Fantasmas
La muerte del padre de una exnovia desata una serie de sueños y de conversaciones en los que se mezclan el sentimiento de culpa y el sentido de lo inevitable.
UNDÍA, DESPUÉS DE MI RUPTURA CON SUHIJA, MELLAMÓ POR TELÉFONO Y MEDIJO: “FLAVIO, NO LLAMES MÁS. VOS SABÉS QUE TE QUISE COMO UN HIJO, PERO LA ESTÁS MOLESTANDO”.
Hace unas semanas murió un hombre al que le tuve una estima enorme. Era el padre de una expareja con la que no terminé bien la relación, básicamente porque yo no estaba en condiciones de tener ninguna relación y por una misteriosa razón me empeñaba en hacerlo.
Cuando estaba terminando todo yo me porté con indiferencia y hasta con fastidio, pero a las semanas de romper sentí que había cometido un error y empecé a rogarle que volviéramos.
Habíamos estado casi tres años juntos: con ella y los suyos yo había visto por primera vez de cerca cómo es una familia en la que todos sus miembros se querían con buenas intenciones.
Yo, que he contado que vengo de una familia disfuncional y que mi padre no ha sido alguien en quien me pudiera apoyar, no puedo decir que en mi familia no haya amor. Pero es un amor lleno de espinas, de púas, de problemas, muchas veces agravado por la fragilidad histórica de nuestra economía y la inestabilidad anímica de mis padres y hermanos.
Un hombre sencillo
Esta familia, en cambio, estaba sostenida en parte sobre los hombros de este hombre simple, que me había ayudado a conseguir un departamento en un tramo complicado de mi vida, y que (como se hacía cargo de la administración de un consorcio) me había provisto hasta de elementos de acomodo doméstico (lámparas, escobas, tazas) y me había salido de garante.
Era un hombre obstinado, un poco chapado a la antigua en sus ideas a pesar de su progresismo político. Un hombre sencillo y ligeramente misterioso que tomaba café todos los días en la misma estación de servicio, como tantos.
Un día, después de mi ruptura con su hija, me llamó por teléfono y me dijo: “Flavio, no llames más. Vos sabés que te quise como un hijo, pero la estás molestando, y a todos nosotros”. Y era cierto. Así que le hice caso.
Me quedó, con todo, el gran dolor de haberme comportado mal con una familia que me había dado todo. Había comido cientos de asados con ellos, había jugado al fútbol con el más chico de los hermanos, y había establecido con él cierta complicidad, que de ahora en adelante extrañaría casi tanto como la relación con mi ex; aunque el dolor más grande, el de no haber estado a la altura de la forma en que me correspondía comportarme, nunca se mitigó, y fue reforzado por los desaires que recibí cada vez que me crucé con ella en lugares públicos, después de acercarme de la manera más humilde posible, pero lógicamente insuficiente.
Una amiga queridísima me escribió y me dijo que ese hombre había muerto, y me sentí muy mal, fundamentalmente porque había fantaseado con la idea de visitarlo en su oficina para disculparme, y ya no era posible. Me contó también pormenores de su muerte y me entristecí al imaginarlo dolorido, asustado, como cualquiera estaría en una situación así.
Unos días más tarde fuimos con Guillermo Bawden a ver It y salimos con la impresión de no haber visto una gran película. Era correcta, amable, con algunos momentos interesantes, pero nada nos había deslumbrado. Nos encontramos con Jesús Rubio y fuimos los tres a un bar bastante feo de La Cañada.
It incluye la muerte de un niño y habla de desapariciones infantiles, y supongo que algo de su oscuridad se filtró en nosotros, así que comenté la muerte de mi exsuegro, a quienes ellos conocían. Jesús contó, a su vez, que su padre estaba con la salud complicada.
Inmediatamente, los tres (no tenemos hijos) empezamos a exponer nuestras preocupaciones con respecto a la salud de nuestros padres, y al final terminamos hablando de lo espantosa que era la perspectiva de la muerte. Pensar que iba a pasarnos, que no teníamos ninguno de los tres ni siquiera el consuelo de un mito (Guillermo subrayó la dificultad de aceptar esa realidad viniendo de una crianza cristiana). De golpe, todo en la mesa se ensombreció, y apareció una pregunta lógica y espantosa: ¿cómo no estamos pensando todo el tiempo en esto?
Como un zombi
Esa noche, al volver de la re- unión inesperadamente sombría, soñé con mi excuñado. Estábamos en una cocina, alguien hablaba de un muerto de manera jocosa y se retiraba, y cuando me quedaba a solas con él yo le decía que teníamos que hablar de su padre. Entonces su cara se descomponía en llanto, y yo lo abrazaba.
Me levanté bastante mal, y me distraje arreglando un desperfecto doméstico (una lámpara a la que había que cambiarle un cable). Pero cuando saqué la caja de herramientas, me di cuenta de que me la había regalado mi exsuegro.
Yo quiero a mi padre, como es evidente en todas las muestras de hostilidad jocosa con que lo retrato, pero me di cuenta en ese momento de que, de alguna manera, este hombre había sido para mí el primer padre real con el que me había cruzado, y se me cayeron las lágrimas inconteniblemente. Ya no iba a poder ni siquiera pedirle disculpas.
Pasé todo el día pensando si debía o no comunicarme con su familia, con su exesposa, con sus hijas o con su hijo, pero decidí que no debía hacerlo. No podía agregar a la amargura y el dolor de la situación mi presencia irritante, aunque hiciera más de tres años que estábamos separados.
Así que decidí pasar el día como un zombi, soportando esporádicos recuerdos de ese hombre, y volví a casa y me tiré a ver una película. Me dormí, y en mis sueños volvió a pasar: en un pasillo oscuro, mi ex venía visiblemente dolorida. Cruzábamos nuestras miradas, yo le daba un abrazo silencioso y pacífico, como si fuera una hermana querida, y entonces me desperté.
Me desperté mal, con sufrir un padecimiento que el inglés describe con la palabra “haunted” y que en castellano sería algo así como “acechado por fantasmas”. ¿Valía todo eso como una forma mágica de reconciliación? ¿Había algo más allá que enviaba esas señales?
Nada (y menos esta falsa evidencia onírica) podía torcer mis 40 años de materialismo ateo. Sin embargo todas esas presencias me rodeaban en ese momento como si hubieran sido capaz de transponer el umbral imposible, quebrar la más severa de las leyes, y por una milésima de segundo sentí (antes de sumirme en la negrura del nihilismo) el aleteo esperanzador de la fe.