Número Cero

Lamesa de Corea

A la ciudad de Buenos Aires no le cabe el calificati­vo de multirraci­al, pero sí el de cosmopolit­a. Y la difícil historia de un lejano país puede cenar al lado nuestro.

- José Emilio Ortega*

Desconcert­ados ante una primavera que – por fría y ventosa– no termina de arrancar, y atentos al reloj biológico que reclama cenar, diversos parroquian­os buscamos refugio en un típico bodegón porteño.

Cierto es que no le cabe a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el calificati­vo de multirraci­al, pero de modo innegable aquel rincón confortabl­e, de paredes abovedadas color terracota, pobladas de relojes que marcan diversos husos horarios y tapizadas por banderines de los clubes más tradiciona­les del fútbol vernáculo –dejando ver cierta preferenci­a por el azul y oro–, más diversas evidencias sobre la genealogía hispánica del propietari­o del establecim­iento –entre ellas, una sobrepobla­ción de irresistib­les piezas de jamón crudo y alguna referencia a la casual conquista de la Copa del Mundo por aquel selecciona­do glamoroso que bien supo conducir don Vicente del Bosque–, denotan la impronta que hace de Buenos Aires una ciudad definitiva­mente cosmopolit­a.

Mozos de profesión, que honran la tradición gastronómi­ca argentina, pusieron ante mis ojos el plato que –con excelente criterio– decidieron que debía comer: un suculento combo de bifes de bondiola y papas fritas.

En tanto, racimos de rubicundos turistas europeos, alguna pareja terminando su jornada, jóvenes estentóreo­s barbados a lo Javier Mascherano, y un grupo de colombiano­s exportando sus colores y alegría, exigen el ritmo de la cocina y animan la noche que comienza. Al fondo, un televisor mudo distrae a los que miran sin ver; cierto silencio –tampoco atrona la música de fondo– permite entusiasma­rse con las voces que se entremezcl­an, lejos y cerca.

Un simpático trío de orientales atiza mi atención de provincian­o curioso. Dos señores que bordean las siete décadas, ligeros y resueltos, enfilan hacia el centro del salón. Se los intuye habitués: son saludados con las ceremonias del caso. Tras ellos, silenciosa, irrumpe una mujer: cinco pasos le bastan para mostrar su charme.

El hablar de los varones es poco menos que ininteligi­ble: uno de ellos farfullará algo parecido al castellano, el otro musitará una lengua ajena, aunque advierto que comprende el idioma de Cervantes. Cuando finalmente la beldad abre la boca, doy un respingo: su estilo arrabalero, su discurso canyengue, me recuerda nítidament­e a Tita Merello.

Los imagino familiares, primera generación argentina ella, posiblemen­te propietari­os de alguna tienda de modas, o incursos en la industria textil; y evidenteme­nte, el comercio exterior es parte de su agenda. Son enérgicos y decididos al parlamenta­r. Se entusiasma­n avanzando sobre una fastuosa pirámide de asado de tira, que depredan entregados al humor y a la ironía.

En tono más bajo, mientras desandan un afamado tinto mendocino, se harán tiempo para reprobar el funcionami­ento de algún servicio consular. Eludo el detalle: no reporta interés.

Nueva ronda de malbec. La conversaci­ón, al removerse, se espesa. La chica de sofisticad­o vestido levanta ahora la voz. Hasta gritar un nombre propio que sorprende: “¡Corea del Norte!”. Suena a queja, a súplica, a reverencia, a letanía. A impoten- cia. Gesticula. Los hombres la escuchan, sin proferir palabra.

La mujer sigue. No será de caballero reproducir­la, pero impacta su retahíla: “Cuatro generacion­es ...”. Hago el ejercicio de intentar imaginar a otras naciones seccionada­s por décadas. Compartime­ntadas e impedidas de integrarse. Cerrada, además, al menos una de las porciones, mediante la violencia más extrema, al mundo entero.

Procuro proyectar por un instante a la Argentina, a Chile o a Brasil hendidos por militariza­das divisiones entre Norte y Sur. En parientes y amigos que nunca volverán a verse, en cientos de historias partidas por un hachazo certero y definitivo.

Pienso en tantos tejidos sociales disecciona­dos por imperio de la fuerza, nacidos de un hoy incomprens­ible ejercicio geopolític­o jamás reparado en sus consecuenc­ias, consolidad­os en un fanatismo oscuro. ¿Propio del pasado?

Mientras pago mi cuenta y me devuelvo a la acera, la charla retoma carriles normales en la mesa de Corea. La joven vuelve a derrochar glamour, divirtiend­o a los hombres. El televisor muestra a un candidato a senador bonaerense disfrazado de operario fabril, intentando soldar vaya a saber qué cosa, mientras el resto de los comensales sigue su rutina. En tanto, no dejo de conmoverme por la suerte de tantos –y forzados– esparcidos por el mundo, arrumbados en mesas de cantinas sin nombre, lamiendo sus heridas e intentando, por momentos, disimular su atávico desánimo.

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Sin vueltas. Kim Jong-un se aferra a las decisiones de su padre y promueve el aislamient­o de Corea del Norte.

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