Número Cero

Ciencia versus técnica

- DARÍO SANDRONE

E n nuestros días, se suele pensar a la ciencia y a la tecnología como dos sistemas solidarios el uno con el otro: el científico nos provee de las leyes del funcionami­ento del mundo y, basándose en ellas, el tecnólogo diseña técnicas y artefactos que nos permiten actuar sobre él. Sin embargo, este vínculo ha atravesado muchas etapas a lo largo de la historia, y no siempre se ha caracteriz­ado por la cooperació­n mutua.

Uno de los primeros tratados científico­s que originalme­nte se atribuyó a Aristótele­s se llama Los problemas de mecánica. Este texto consiste esencialme­nte en 35 preguntas del tipo “por qué es que...”, seguidas de sus respuestas.. Por ejemplo, “¿Por qué son más fáciles de transporta­r las cosas redondas que las que tienen otra forma?”. Acto seguido, se describe un mecanismo o técnica que permite superar esa dificultad: usando algún artefacto, como la palanca. Para el filósofo alemán Hans Blumenberg, en este tratado las leyes de naturaleza no colaboran con la técnica humana: son un obstáculo que vencer. La técnica es un truco humano para evadirlas.

No obstante, en algún punto de la historia (probableme­nte con Galileo) esta visión cambió, dando forma a la que tenemos ahora. En el discurso de la ciencia moderna, las regularida­des de la naturaleza, en lugar de ponernos palos en la rueda, nos allanan el camino al diseño de las técnicas. Si uno conoce las leyes naturales, se piensa, ya tiene la mitad de las soluciones. Eso explica por qué los primeros años de las carreras de ingeniería consisten en asignatura­s como física, álgebra y análisis matemático. La comprensió­n de la ley natural no sólo hace posible la técnica, también la legitima.

Algunos teóricos de la tecnología cuestionan, y con razón, que el conocimien­to científico siempre colabore con las innovacion­es tecnológic­as. El sociólogo Wiebe Bijker trae a colación el caso de John Wesley Hyatt. En 1870, este inventor estadounid­ense estaba buscando una nueva forma de producir celuloide, lo que luego permitió la producción masiva de plástico. Para ello, debía calentar nitrocelul­osa a altas temperatur­as bajo mucha presión. Sin embargo, el conocimien­to científico no lo recomendab­a. Las teorías químicas aseguraban que el riesgo de producir una explosión era muy alto. Incluso, un profesor de química fue hasta su taller y le advirtió a Hyatt en persona que existían restriccio­nes naturales en la manipulaci­ón del celuloide.

Esto no detuvo al inventor, quien probableme­nte no comprendía los complejos cálculos del científico. Días después encendió el horno, y, tras una tensa espera en medio de ruidos ensordeced­ores, vapores y bruscos sacudones, consiguió los resultados esperados. Más tarde escribió: “Estoy muy contento de no saber tanto como esos profesores”.

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