La increíble y triste historia de Kaspar Hauser
A todo ser humano lo llamaba “bua”. Los animales eran, sin distinción, “caballo”. Se da por hecho que durante su cautiverio, en un lugar bajo tierra y por un plazo de unos 12 años, sus juguetes eran dos caballitos de madera.
Kaspar Hauser (la criatura a la que llamaron así) apareció en la ciudad alemana de Núremberg un domingo de 1828, sin otra compañía que una carta que lo encomendaba al cuidado de un militar y revelaba algunos aspectos de su supuesta historia hasta entonces. Kaspar carecía de lenguaje (salvo un puñado de palabras que utilizaba de manera inaudita), de conceptos, de conductas o códigos que pudieran llamarse sociales.
Si veía un pato decía “caballo”. Cuando vio nevar por primera vez quedó como en trance, salió a tocar y volvió horrorizado de esa especie de shock estético. “El color blanco me ha mordido”, dijo.
Se lo pensó como una víctima, un impostor, un loco, un niño salvaje, un príncipe abandonado, un santo. Un fenómeno. Su vida se convirtió en leyenda, alimentó la imaginación de su tiempo y produjo rumores, informes, obras de teatro, novelas. Werner Herzog le dedicó un filme inolvidable, Cada cual para sí y Dios contra todos (1974).
La obsesión con “el huérfano de Europa” que sacudió a la sociedad de principios del siglo XIX implosionó en enigma nunca resuelto, se hundió en el mito y reflotó como relato disponible para todo tipo de especulaciones filosóficas y antropológicas. Kaspar fue interpretado como un caso particular de niño feral, esos chicos criados aparentemente sin contacto con ningún grupo humano, hallados en bosques o selvas, sobre los cuales se proyectan las imágenes de un estado de naturaleza que surgiría como diamante en bruto si se retiran los envoltorios de la cultura.
Kaspar Hauser. Ejemplo de un crimen contra la vida interior del hombre es un libro escrito por el jurista alemán Paul Johann Anselm von Feuerbach, traducido por Ariel Magnus según la edición de 1832. Feuerbach tuvo bajo su tutela al joven expósito, y murió unos meses antes de que Kaspar fuera asesinado (en el segundo intento de acabar con su vida), en 1833.
Kaspar debió aprender a vivir a los golpes en el mundo humano del cual lo habían extirpado de niño. Producía una mezcla de asombro, horror y ternura. De lo que él podía contar con sus escasos recursos lingüísticos se dedujo que había vivido recluido en un calabozo subterráneo, alimentado a pan y agua (no pudo tolerar otros alimentos por mucho tiempo), posiblemente atado y dopado con tintura de opio. Apenas podía caminar y mostraba una notable hipersensibilidad, que un informe médico incluido en el libro compara con el sonambulismo.
Con el cuidado de varios tutores desarrolló habilidades rápidamente. Protagonizó una suerte de salto acelerado en la humanidad y fue domesticado en algunas destrezas sociales. Llegó a dibujar y a montar como Dios manda. Desarrolló conceptos básicos de religiosidad. Antes de morir de una cuchillada que le produjo tétanos, escribió su autobiografía y un poema.
Un incisivo epílogo de Julio Monteverde se detiene en esa poesía, cuyas sucesivas versiones se hunden cada vez con más fuerza en una retórica sumisa y edificante.
Antes de adquirir cultura, religión, nociones de belleza, Kaspar viajaba en las palabras con un repertorio limitado pero incandescente, único. La nieve lo mordía.
Su lengua salvaje se fue apagando, se hizo menos peligrosa. Su estado de poesía al natural, su utilización del lenguaje como si se prendiera una antorcha en una cueva, como sugiere Monteverde, se desfiguró en un ejercicio acartonado, como si su traqueteo incompleto en el proceso civilizatorio lo hubiera disminuido. En el tránsito de niño salvaje a semihumano, Kaspar se volvió convencional. Nada extraordinario. Un hombre.