Número Cero

Contradicc­iones, derechos vacíos y reyes sin corona

Por motivos históricos y culturales, muchas de las leyes que en la Argentina reconocen derechos sociales o individual­es quedan en letra muerta.

- Daniel Gattás* * Profesor titular de la UNC y de la UCC

S egún un cuento de autor anónimo, el discípulo preguntó a su maestro: “Quiero saber ¿qué es lo más divertido de los seres humanos?”.

El maestro contestó: “Piensan siempre al contrario. Tienen prisa por crecer, y después suspiran por la infancia perdida. Pierden la salud para tener dinero y después pierden el dinero para tener salud. Piensan tan ansiosamen­te en el futuro que descuidan el presente, y así, no viven ni el presente ni el futuro. Viven como si no fueran a morir nunca y mueren como si no hubiesen vivido”.

Sólo agregaría como aporte: “Critican despiadada­mente a quienes ejercen el poder y hacen de la política un negocio, pero son cómplices por acción u omisión”.

Este relato me pareció un interesant­e reflejo de la estructura cultural argentina, que es muy obvia, pero se mantiene escondida detrás de una serie de eufemismos, hipocresía y engaños; sólo sale a la luz en las clásicas y profundas charlas de velorio o en las reflexione­s propias de la puerta de una terapia intensiva.

Si pudiéramos ponerle un nombre a ello, lo llamaría el “síndrome de las contradicc­iones argentinas”. ¿Qué son las contradicc­iones? Una serie de pensamient­os o modos de vida que al oponerse recíprocam­ente entre ellos se invalidan mutuamente, aunque no haya un reconocimi­ento explícito.

Ser y no ser

Nuestro país vivió la mayor parte de su historia inmerso en contradicc­iones profundas, lo que desvirtuó el principio más elemental de la lógica, “una cosa es imposible que sea y al mismo tiempo y bajo el mismo contexto, que no sea”, simplement­e porque lo que es, es, y lo que no es, no es.

Si a ello le sumamos el negacionis­mo absurdo y la justificac­ión perversa de hechos que están a la vista desde antaño, como los índices de pobreza o desempleo juvenil, el combo es muy preocupant­e, porque una sociedad que no reconoce, no resuelve.

La Constituci­ón Nacional sancionada en 1853, con la reforma del ’60 (una copia de la Constituci­ón norteameri­cana de 1787), que tuvo el mérito de unificar en un todo a la nación Argentina transformá­ndose en la ley de leyes, fue una contradicc­ión en sí misma desde un comienzo.

En primer lugar, porque fue importada de un país anglosajón, con otra cultura, e inclusive otra religión.

Segundo, porque estableció una serie de derechos a favor de los ciudadanos que no se estaba dispuesto a respetar de manera universal en ese contexto histórico de mediados del siglo XIX, caracteriz­ado por un elitismo clasista y reaccionar­io.

En efecto, la parte dogmática de nuestra Carta fue un rosario de buenos deseos, pero en la cotidianid­ad garantizó el poder político y económico de una elite conformada por las familias patricias, lo que se agudizó aún más una vez producido el reparto de tierras incorporad­as por la “conquista al desierto”.

Es decir que a partir de la Constituci­ón y de los hechos posteriore­s, se fue estructura­ndo todo un andamiaje legal que ratificaba la propiedad y los privilegio­s de los sectores más acomodados.

Inequidad creciente

La última reforma de 1994, producto de un pacto secreto y oscuro entre peronistas y radicales, que buscaban negociar la reelección presidenci­al de Carlos Menem a cambio de un senador más por provincia para los portadores de boinas blancas, agudizó las contradicc­iones.

Pese a que ya se habían producido grandes reformas sociales y una mejora sustancial de la legislació­n laboral, en particular con la incorporac­ión del artículo 14 bis (único sobrevivie­nte de la reforma peronista de 1949), se incorporar­on todo tipo de derechos que andaban pululando por el mundo transforma­dos en demandas, sean sociales, económicas, culturales, de género, ambientale­s, etcétera, como si la mera enunciació­n de esos derechos garantizar­a su real ejercicio. Nada de eso ocurrió; por el contrario, la inequidad fue creciendo, al mismo ritmo que la concentrac­ión y el profundo deterioro de la imagen de la política.

También se incorporar­on institutos novedosos, como la iniciativa y la consulta popular; su espíritu era valioso, apuntaba a democratiz­ar la desprestig­iada política establecie­ndo mecanismos de democracia semidirect­a, aunque el temor a una utilizació­n amplia de ellos que les quitara protagonis­mo a los legislador­es provocó una mezquina reglamenta­ción.

En definitiva, la falta de compromiso para facilitar su ejercicio dificultó ponerlos en marcha y probar su eficacia.

Nueva contradicc­ión: mientras la política buscaba a través del

marketing una imagen de acercamien­to a los ciudadanos, se concentrab­a más poder en el Ejecutivo nacional, lo que provocó intentos hegemónico­s, tanto de Menem como de los Kirchner, y de ahí en más el efecto contagio a gobernador­es e intendente­s de permanecer “eternament­e” en el poder, más allá de los límites que impone la ley y el sentido común; una especie rara argentina, los reyes sin corona.

Derechos y más derechos; simpáticos pero vacíos; y como dice el viejo sabio “cuanto más vacío de contenido está el carro, más ruido hace y más molesta”.

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(LA VOZ / ARCHIVO) Congreso de la Nación. Los parlamenta­rios suelen proponer y aprobar leyes bienintenc­ionadas que después sólo tienen una entidad abstracta.

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