Número Cero

El gato en el tejado

El autor se pregunta sobre la responsabi­lidad de cuidar a otro ser vivo. Un gatito que llega al hogar puede enfrentarl­o al cabo de un año a conclusion­es dramáticas.

- FLAVIO LO PRESTI

Me cuesta la idea de cuidar a otro ser vivo. La idea de ser responsabl­e por otro, de que la vida de otro dependa de mí, me abruma hasta la parálisis. Durante cinco años he cuidado las plantas de mi casa, y a horas de mudarme puedo decir que las he cuidado bien. Quizás consideran­do ese éxito, hace un año acepté la presión de mi hermano para llevarme de una veterinari­a un hermoso gato “overo“, negro y blanco, al que bauticé Capitán Beto.

Capitán Beto resultó ser un gato especial: desde muy chiquito fue un animal asustadizo, como si hubiera transcurri­do su primera infancia de dos meses sometido al

bullying de otros animales, del veterinari­o, de los clientes del local en una de cuyas jaulas se había criado. Rápidament­e encontró un refugio debajo de una cama de una plaza que uso como sofá. A mi casa viene mucha gente: hermanos, tallerista­s, amigos. Beto desarrolló un reflejo hipersensi­ble: cada vez que sonaba el timbre se ocultaba bajo el sofá. Después, a medida que la presencia dejaba de ser una amenaza, tímidament­e asomaba y se dejaba acariciar por los circunstan­tes.

A pesar de todo, Beto era una gran compañía y se iba haciendo querer por todo el mundo, probableme­nte por esa concesión que le hacemos a la hermosura.

Yo trataba de cuidarlo lo mejor que podía, pero la presión me hacía cometer errores. Un día estaba tirado en cama con la computador­a y Beto se subió a mi falda. Empecé a sentir un calor húmedo, y entonces me di cuenta de que estaba haciendo pis encima de mí y de mi cama: yo había sacado su caja de piedritas al patio para que no se sintiera ese olor cuando venían mis alumnos de taller, y no las había vuelto a entrar.

He pasado todos los fines de semana del año en casa de Lali, en Villa Allende, y he dejado esos días solo a Beto, cerca de 100 días en un año. Al regreso de esos abandonos, más de una vez lo he encontrado sin alimento, desesperad­o, maullando como el Plutón de Poe. Un día Lali y yo decidimos traer a su gata Maxine a casa para que se conozcan: nuevo error. Beto terminó con una zeta en la nariz y encerrado en el baño, protegido por las paredes del bidé.

Así y todo, consideran­do que la mejor salida de un laberinto es por arriba y haciendo honor a mi tendencia al desastre, decidí llevar a Beto a Villa Allende previendo mi mudanza. En el momento en que entró en la casa, Maxine se encrespó demoníacam­ente y lo atacó, por lo que Beto encontró un substituto del sofá debajo de la cama de Lali. Durante todo el día permaneció ahí. Cuando salió (hostigado por la hija de Lali y por mí) se subió al sofá y empezó a orinarlo, cosa que impedí sacándolo con una finta que me evitó un baño de su pestífero pis.

Beto volvió a refugiarse bajo la cama, pero nosotros insistimos en sacarlo y lo llevamos al patio delantero. Entonces él vio su oportunida­d y con una velocidad que lo hizo inalcanzab­le, se trepó al techo. Y desapareci­ó en la noche.

Pérdidas

Toda esa noche estuve pensando que, por fin, había pasado lo que más temía: me había hecho cargo de alguien, y lo había perdido. ¿Qué le depararía a Beto la noche de Villa Allende, llena de animales gritadores? Di vueltas por el patio y vi a Beto en el tanque de agua. Subí al techo pero no podía llegar cómodo a la casilla en la que estaba el tanque: un esguince de tobillo me impedía moverme bien. Así que me fui a dormir, y al otro día, cuando fui al patio trasero, Beto ya no estaba.

No apareció ninguno de los dos días del fin de semana, y yo empecé a sentirme mal. Por mis obligacion­es tuve que volver a Córdoba, y desde Villa Allende Lali me daba partes telefónico­s de su ausencia. Mientras tanto revisaba mentalment­e mi vida con Beto: había dormido con Beto, visto películas con Beto, jugado con él a la mañana y a la noche. Mi decisión de no castrarlo invocando quién sabe qué absurda alianza de género me parecía un crimen ahora. Beto pelearía por sus instintos en la calle y moriría porque la suave crianza de departamen­to lo harían inútil para la vida salvaje. Mis hermanos, dueños de tres gatos, me excomulgar­on.

Consejos

Autofustig­ándome, decidí hablar con mi amigo Juan Kolasinski. Kolasinski es un tipo lleno de problemas y de sabiduría. Es (junto con Martín Cristal) el tipo más informado de la novedad literaria en Córdoba, y metaboliza sus lecturas en forma de sabiduría parabólica. Siempre da consejos contando una historia, pero esta vez fue directo. Notó claramente que estaba haciendo de la pérdida de Beto el síntoma de una falla personal en relación al cuidado de los seres queridos, y me dijo que no me tenía que pegar tanto a mí mismo; que en un universo tan caótico, estos accidentes pueden suceder; que llevar el gato fue un gesto que reafirmaba mi deseo de mudarme con Lali, y que si salió mal era principalm­ente producto del azar; que no era un drogadicto que fumando metanfetam­ina había dejado encerrado al gato en el baño y murió, que había hecho lo mejor que podía, y que no podía sacar conclusion­es psicoanalí­ticas ni dramáticas de hechos relativame­nte azarosos. Además, agregó, así es el amor: uno está dispuesto a amar, y a veces es abandonado.

Y de hecho, pude comprobarl­o. Unos días después, Beto apareció en el tanque de Lali, maullando como loco. Lali me mandaba partes filmados por WhatsApp a las seis de la mañana, su voz tiritando de frío, pero no podía subir al techo a buscarlo. Así que el fin de semana siguiente, esperé su aparición, y cuando lo vi (cubierto de telas de araña, maullando desesperad­o) subí al techo, lo saqué del agujero donde se escondía y lo traje nuevamente a Córdoba. Para evitarle la posibilida­d de una vida incierta y peligrosa, decidí dejarlo con mis hermanos y sus tres gatos, en una casa en la que se sostiene un estrictísi­mo protocolo contra la evasión felina. Dejé a Beto después de un año de convivenci­a y desencuent­ros, y cuando volví a verlo una semana más tarde, Beto ni se acercó a saludarme. Me miró desde su actual escondite sin acusar recibo de mi presencia, y acto seguido me ignoró.

Ahora, mientras escribo esta columna, mi hermano me envía fotos de Beto en su cama, y yo pienso en las palabras de Kolasinski: uno está dispuesto a amar, ama como puede, y a veces es gozosament­e abandonado.

TODA ESA NOCHE ESTUVE PENSANDO QUE, PORFIN, HABÍA PASADO LO QUE MÁS TEMÍA: ME HABÍA HECHO CARGO DE ALGUIEN, Y LO HABÍA PERDIDO.

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Compañías. A veces, eso que tanto cuidamos también nos abandona.

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