Metafísica del glitch
Como si el alma Sor Juana Inés de la Cruz no hubiera vuelto del (mal) viaje astral de su Primer sueño y hubiera dejado abandonado su cuerpo en una rave de una comunidad de místicos aspirantes al contacto con extraterrestres. Así se lee la acelerada sintaxis de episodios lisérgicos y micro-alucinaciones con interferencias costumbristas de la protagonista de Mapas
terminales (Marciana, 2017). La vida lumpen de una veinteañera que ni trabaja ni estudia sufre una interferencia inesperada. Un accidente. Un glitch. Un bebé no humano, que como el gato negro anuncia un déjà vu recurrente. Un embarazo imprevisto como una manera de comunicarse con lo divino y lo monstruoso que intentará exorcizar de su mente con el consumo de sustancias, la hiperconexión y el sexo compulsivo con desconocidos contactados a través de Facebook. “¿Es esto el apocalipsis tan esperado por nosotros, que decimos haber nacido en un tedioso descanso de la historia, en la era de la imagen quieta donde todo vibra sensual pero no pasa nada? ¿Guardé una bomba en mi vientre? ¿Esa noche que se borró, fui violada por el robot creador de reptiles con tenazas de un neoterrorista? ¿Soy la Virgen María del siglo XXI?”. Con su novela debut, Lucila Grosman es la hija ilegítima de Kathy Acker e Ian Curtis cortándose las venas ante sus lectores con los vestigios más afilados del cyberpunk.
En esa misma comprobación del desperfecto, de las interferencias en nuestra rendición ante el dios escurridizo del progreso se encuentra una novela anterior,
Los cuerpos del verano, de Martín Felipe Castagnet (Factotum, 2012). En un futuro cercano donde los muertos permanecen en estado de flotación y se comunican con los vivos a través de internet, un hombre vuelve a la vida pero en el único cuerpo que su familia le puede pagar: el de una mujer vieja.
Una distorsión inesperada que desata una serie de aventuras hilarantes y melancólicos interrumpidos por relámpagos de lucidez como esta: “La tecnología no es racional: con suerte, es un caballo desbocado que echa espuma por la boca e intenta desbarrancarse cada vez que puede. Nuestro problema es que la cultura está enganchada a ese caballo”.
Así es como tanto la ficción especulativa como la ciencia ficción que desborda estas novelas postergan la especulación sobre el progreso tecnológico y se convierten en una exploración metafísica del error, de los defectos “de fábrica” que conjuramos con nuestras plegarias a las nuevas mitologías digitales. Sus novelas son interfaces, superficies de contacto donde la confluencia de los discursos sobre la tecnología y lo religioso desnuda nuestra fe en las infinitas actualizaciones de un milagro condenado a la obsolescencia programada del futuro.