Buscar la intensidad en el día a día
Cuando Facebook ya era lo suficientemente conocido y explorado por una gran cantidad de usuarios, pero aún no se había devaluado en una plataforma invadida por la publicidad, el desgano o la virulencia, el escritor y ensayista rosarino Alberto Giordano realizó un experimento al menos innovador.
Durante un año, entre noviembre de 2014 y diciembre de 2015, el ensayista rosarino publicó una serie de posteos que conformaron una suerte de “diario personal”, categoría aún más apropiada cuando, un año después, reunió esos textos en El
tiempo de la convalecencia, libro al que describe como “el diario de un crítico y un profesor, el de un padre y un huérfano, el de un moralista improvisado, y el de alguien que se reconocía como sobreviviente de una depresión”.
No hay nada más personal que un diario íntimo y pocas cosas más públicas que un post, y lo que hizo Giordano fue desafiar los usos habituales de esta red (donde una mayoría encuentra una excusa para pasar y perder el tiempo ligeramente) y llevar adelante lo que califica como un “ejercicio espiritual”.
En un mismo proyecto reúne las confesiones de un diario íntimo y el espacio abierto de una plataforma social, por lo que cada una de las entradas quedaba sometida a las lecturas y opiniones “en vivo” de un cuantioso número de lectores ocasionales o no tanto (ya que una mayoría de ellos, advertidos luego de un tiempo de la regularidad de estos textos, iban en su búsqueda apenas ingresaban a Facebook e incluso participaban con comentarios, que el autor solía retomar en próximos posteos).
Giordano advierte que buscó alejarse de la “retórica argumentativa” del investigador y ensayista universitario para entregarse a la “notación circunstancial”, un registro que sin dudas le permite manejarse con mayor libertad e ironía, por fuera de la elocuencia y la argumentación de los géneros más formales.
Se suceden, así, comentarios sobre el mismo Facebook, semblanzas de amigos y autores conocidos, ocurrencia de una sesión de análisis, las rutinas que ayudaban a orientar sus publicaciones, el recuerdo de la larga enfermedad de su padre, la mirada de la hija sobre la profesión y los hábitos del padre, pero también valoraciones sobre la culturas de masas, la música pop, las anécdotas y curiosidades de algún que otro viaje.
Con una prosa que se entrega a una gran diversidad de temas para ponerlos a resguardo del olvido, o para que luego de ser escritos sean olvidados con mayor seguridad, o quizás con otra intuición más profunda: que todo diario es un “diario de duelo” (idea a la que llega cuando finaliza una de las rutinas que regularmente disparaba su escritura una vez por semana: acompañar en taxi todos los sábados por la mañana a su hija a un curso de fotografía).
En todo el proceso sobrevuela la convicción de que en esta clase de escritura autobiográfica (que el autor viene investigando desde hace años) se juega una apertura que puede enviar al yo en nuevas direcciones y formas de vida.