Número Cero

La vida en DANZA

En las ficciones del mundo del ballet, las bailarinas cultivan el sacrificio a niveles tortuosos, con un temperamen­to a prueba de frustracio­nes y maestros sin piedad. ¿Cuánto cuesta llegar? Las chicas tienen la palabra.

- NataliaFer­reyra Especial

La excelencia en el mundo del ballet demanda sacrificio­s extremos y cultivar una disciplina a prueba de frustracio­nes. Luces y sombras de una pasión.

En los últimos años, muchas produccion­es de ficción apuntaron al mundo de las bailarinas de ballet clásico. La presión por mantener una figura delgada, la competenci­a feroz, la exigencia desmedida de profesores y la perseveran­cia ante frustracio­nes y lesiones físicas son los puntos fuertes de las tramas.

Los guiones destinan poco espacio para reflejar lo que pasa en el escenario. Ese momento crucial, donde se olvidan de las rutinas tortuosas y logran multiplica­rse en movimiento­s supremos. Romeo y Julieta, Giselle, El cascanuece­s, Don

Quijote, El lago de los cisnes son algunas de las piezas musicales que empiezan a educar oídos y posiciones corporales cuando apenas se tiene entre 3 y 6 años.

Angustia y placer

Un poco y un poco. Así responden las bailarinas jóvenes sobre los clichés melodramát­icos de las películas. Se cuidan en dar nombres de profesoras que las “pulieron” como bailarinas pero que, como dicen ellas, las “torturaron”. El cuidado a los maestros o maestras es notable, sorprende. Una lesión al ego o imagen de sus referentes sería como sufrir una dolencia en el propio cuerpo. Lastimaría, enojaría y hasta podría traer consecuenc­ias. En su lugar, callan, aducen respeto y reconocimi­ento, “porque en el mundo del ballet nos conocemos todos”.

Catalina tiene 19 años, estudia Medicina y trabaja de moza en una casa de té. Hace dos años le dijo a su madre que dejaría el ballet clásico. Que necesitaba un tiempo, que no daba más. “Había obtenido una beca de verano en el Joffrey Ballet School en Nueva York, pero sentía angustia. El placer por bailar se fue confundien­do con las exigencias de profesores que muchas veces me hicieron daño”, cuenta.

Durante ocho años se dedicó al ballet y al cuidado del cuerpo: prestar atención a que la línea no se rompa, estirar el empeine y lograr la rotación adecuada de cadera. “El ballet clásico te pide todo lo que tu cuerpo no es naturalmen­te. El trabajo es arduo para las que no estamos dotadas desde el nacimiento. Es algo que se corrige, pero requiere horas de trabajo y esfuerzo para cumplir con la técnica”, explica.

Catalina está segura de que la decisión que tomó fue la correcta. “El problema no es la danza. No tengo resentimie­nto con ese mundo. Era feliz, lo elegía. Creo que muy dentro mío siempre dudé de si realmente yo quería una vida de bailarina donde sólo existe bailar. Recuerdo que cuando alguien me presentaba, decían ella es Catalina, es bailarina, y punto. No había nada más”.

Catalina dejó el ballet como profesión, abandonó el Seminario Nora Irinova del Teatro del Libertador San Martín, pero sigue bailando en una academia. Dice que allí se reencontró con la danza. “Ahora bailo y disfruto mucho más que antes. No importa si la maestra me mira o me marca una corrección. El peso de la mirada de quien te forma es fundamenta­l. Cuando estudiás ballet, si una profesora no te mira en una clase, sentís que no existís. Que no sos lo suficiente­mente buena para merecer su mirada”, señala.

Música en movimiento

Sara Berton tiene 18 años y obtuvo una beca por un año para perfeccion­arse en la Compañía de Ballet de Río de Janeiro. A pocos días mudarse a otro país, reconoce que los certámenes son importante­s para cualquier bailarina que desea hacer carrera. El estrés en esos momentos puede resultar abrumador, pero es la manera de acceder a compañías y a ballets internacio­nales.

Mueve las manos al compás del sonido de las palabras. Hace calor y bebe un jugo de naranja después de tomar clases en una academia de barrio Cofico. Para ella, la danza es un arte, una manera de transmitir sentimient­os que muchas veces es olvidada por el énfasis que se le da a la técnica. “Bailamos porque existe un público, porque quiero establecer un canal de emociones entre mis pasos y ese otro desconocid­o. Sin esa conexión, el ballet fracasaría. Cuando bailo siento que soy música transforma­da en movimiento­s. Que el sonido me sale por las piernas y los brazos, que se extiende al público e inunda el teatro”, afirma con entusiasmo.

Conoce los costos de dedicarse a

la danza, pero no le tiembla ni un músculo cuando tiene que poner límites. “Esta profesión es 50 por ciento bailar y 50 por ciento estar bien de la cabeza”. Confiesa que el amor al ballet subsana cualquier obstáculo, pero que es necesario tomarse respiros de la rutina. “Hay momentos en los que es sano salir del ballet. Romper, por un rato, esa burbuja. Volver a tu casa, hablar de otra cosa, salir con amigas. Si no, corrés el riesgo de caer en pensamient­os destructiv­os: no llegaré ser buena bailarina, tal compañera baila mejor que yo, tengo miedo de lesionarme”.

El apoyo incondicio­nal lo recibe de la familia y de las amigas del colegio 25 de Mayo. También, destaca, tuvo “la suerte” de contar con profesores que le transmitie­ron confianza y seguridad. A diferencia de muchas chicas, su rutina de entrenamie­nto es medida: “Así como aprendí a reconocer los límites de mi cuerpo en un ejercicio o posición, hago lo mismo en otros aspectos. No voy a clases extras aparte de mi formación en el Seminario del Teatro del Libertador San Martín, salvo en épocas de mayor exigencia o por un perfeccion­amiento puntual”.

Sara aprendió a defenderse de las situacione­s extremas del ballet desde los 12 años. Se desgarró el psoas. Algunos médicos le aconsejaro­n que se despidiera del baile. Estuvo postrada en una cama por dos meses. No podía levantarse ni para ir al baño. En ese estado tomó conciencia de que bailar era lo más importante de su vida. Habló con sus padres y hasta el día de hoy recuerda una frase de su mamá: “Ningún médico, profesor o familiar podrá decirte lo que podés hacer o dejar de hacer”.

Todo o nada

Hace menos de dos días que aterrizó en Córdoba para pasar las Fiestas en familia. Después de eso, regresará a Verona, Italia, al Neoclassic­al Ballet Junior Company. Vicky Pesce hizo el camino de muchas bailarinas, la academia de barrio, el Seminario de Danzas Clásicas Nora Irinova del Teatro del Libertador San Martín en Córdoba y, después, fruto del talento y trabajo, empezó a rendir concursos y audiciones que la llevaron a merecer premios, becas y estancias en diferentes compañías del mundo. A los 15 años se fue a vivir sola a Suiza, y, desde entonces, visita Argentina dos veces al año.

Betina, su madre, la mira desde uno de los laterales de la mesa mientras responde las preguntas. No puede contener los gestos mientras su hija habla. En su memoria se mezclan momentos de emoción y orgullo, pero también, de impotencia. El ballet no es una caja cristal y su hija lo supo desde el principio.

Vicky no se queda callada, nunca fue su estilo. Asiente que existen las exigencias de peso, los sentimient­os de envidia y competenci­a y tratos de profesores muy dañinos. “Cuando tenés 13 o 14 años es muy duro soportar dichos como que sos una bailarina de cuarta, que no vas a llegar o que estás un poco más gorda. Psicológic­amente es difícil. Había meses que venía llorando todos los días a mi casa. Pero aprendí, siempre con respeto, a responderl­es a maestros cuando era necesario”.

Betina no puede dejar de aportar a la charla. Comenta que el mundo de los profesores, a veces, funciona como una estructura elitista y cerrada en la que los padres no pueden intervenir. “Vicky siempre quiso bailar. No apoyarla hubiera sido egoísta. Muchísimas veces pensé que dejaría, pero, aun con lesiones en la rodilla que la llevaron a andar en silla de ruedas, seguía bailando. A Vicky no le importa nada con tal de bailar”, afirma.

El amor-odio que producen los profesores en las bailarinas es un habitué en el mundo del ballet. El libro de Florencia Werchowsky,

Las bailarinas no hablan, lo refleja de una manera inteligent­e: sin golpes bajos ni exageracio­nes. Vicky no leyó el libro, pero sus palabras son similares a las que usa la autora en la construcci­ón de la voz del personaje principal.

“Voy a estar siempre agradecida a mi profesora. Ella me pulió en la técnica, me formó como bailarina. No dejo de agradecerl­e, aunque hubo momentos en que me generó mucho daño. A veces pienso que, si no hubiera estado expuesta a determinad­os modos desde muy chica, no habría podido atravesar la cantidad de trabas que vinieron después”, confiesa. Vicky es consciente de que se contradice, pero no duda. Para ella, la balanza es positiva. Está convencida de que hay que ser fuerte para no dejarse vencer y no sólo por cuestiones que atañen al ballet. “Terminé el colegio con muchos esfuerzos. Si no fuera por el Cenma 111, no hubiera podido egresar. El colegio privado adonde fui toda mi adolescenc­ia me la hizo muy difícil. Durante tres meses rendí 15 materias libres y, aun así, profesores y directores no tuvieron ni una sola considerac­ión. Gracias a una gestión en el Ministerio de Educación, me aceptaron en un nocturno y pude finalizar con profesores excelentes. A veces, cuando querés dedicarte al arte, hay colegios que te cierran las puertas”.

Vicky tuvo su última lesión en Suiza, antes de mudarse a Verona. Se cayó en una clase y el profesor no interrumpi­ó la lección. Caminó sola hasta su casa y se ocupó de rehabilita­rse ella misma durante meses; el seguro médico no alcanzaba esa cobertura. Su vida social es casi nula. Amigos no tiene, aunque destaca con gran admiración y cariño a la primera bailarina de Hamburgo, Carolina Agüero, también cordobesa. “Carolina siempre me dio una mano, algo que no es común en el mundo del ballet. Me manda puntas (zapatillas de ballet) por correo, que para mí son carísimas de costear. Me ayuda a corregir coreografí­as y siempre está dispuesta a darme un consejo para mi carrera”.

A Vicky le gustaría pensar que a futuro las cosas podrían cambiar, no en la disciplina y en la exigencia, que considera necesarias, sino en el trato, en eso que comparte con Carolina: el compañeris­mo y el acompañami­ento cuando aparecen momentos de crisis o fisuras.

EL AMOR-ODIO QUE PRODUCEN LOS PROFESORES EN LAS BAILARINAS ES UN HABITUÉ EN EL MUNDO DEL BALLET.

Cristina Gómez Comini mueve las manos como si fueran sus pies en punta. Las bailarinas y el bailarín de esa mañana la observan a través del espejo. A veces, suelta los brazos y marca una serie con las piernas. Vestida con un conjunto de seda azul cemento, le da play a la música y los alumnos pasan de a tres a bailar fragmentos de una melodía. La temperatur­a de sus mejillas cambia cuando las jóvenes saltan en un grand jeté tourné.

“Me apasiona ser maestra de ballet. Me gusta la atención y la corrección fina, trabajar para que un bailarín alcance la meta”, comenta.

Cristina reflexiona sobre los prejuicios de la enseñanza de ballet. “En toda mi carrera, ningún maestro me trató mal. Existen los que son muy duros, fríos. Son estilos; quizás, con el objetivo de hacer un bien. Creo que es importante encontrar el maestro o maestra con quien uno empatice. Es la mejor forma de trabajar”, afirma.

Cristina muestra otra realidad del ballet a partir de su experienci­a como bailarina y maestra. Acepta que existen algunas modalidade­s que derivan de modelos históricos de enseñanza, pero recomienda que es necesario aprender a elegir según el estilo que le sirva a cada bailarín. “La carrera es exigente, es un desafío constante contra la pereza natural del cuerpo. Es la mente la que exige al cuerpo. Entonces, el trabajo mente-cuerpo es fundamenta­l; si no funciona la cabeza, el cuerpo no va a responder”, aclara.

Según su visión, el talento, el trabajo y las ganas son los pilares fundamenta­les para la formación. “Es una carrera donde se vive muy rápido, se crece rápido, cuando sos niño ya tenés que tomar decisiones adultas”. La diferencia, para Cristina, radica en el placer, en si el niño o niña disfruta de lo que hace. “Sin placer, es muy difícil dedicarse al ballet. Estamos por lo sano, no se trata de que la gente sufra. Se trata de dialogar, ser coherente, de explicar a los bailarines desde muy pequeños que es una profesión exigente pero nunca tiene que perderse el placer”.

Cristina afirma que es una carrera competitiv­a pero el punto está en no marcar y subrayar eso. Desde su visión, es posible fomentar lo contrario, el compañeris­mo, la grupalidad, el trabajo en conjunto. “El Cisne Negro y la serie Flesh and Bone muestran un mundo del ballet terrible, malsano, enfermo, donde llegar a ser bailarina solista implica hacer concesione­s de todo tipo. Verdaderam­ente yo no viví eso”. La maestra asegura que, hoy en día, hay muchos profesores que están trabajando desde otro lugar, parados desde un modo más humano sin resignar la exigencia y la disciplina.

Cristina Gómez Comini es una importante y reconocida referente de la danza en Córdoba.

Su carrera de bailarina la llevó a vivir en el extranjero hasta los 33 años. Además, se formó como actriz, coreógrafa, directora y dramaturga. De 2006 a 2013, fue directora del Seminario de Danza Nora Irinova del teatro San Martin de Córdoba.

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(PEDRO CASTILLO) Alcanzar la meta. Para Cristina Gómez Comini, la carrera del bailarín clásico es muy exigente porque desafía la pereza natural del cuerpo.

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