Número Cero

Espejos negros

- ANA LLURBA

Desde el primitivo recurso del agua en cuencos hasta el uso de piedras preciosas lustradas, pasando por el vidrio o cristal de roca fusionado con metal y los cristales azogados de la actualidad, las superficie­s de los espejos han variado a lo largo del tiempo. Independie­ntemente de su manifestac­ión física, el poder inquietant­e de los espejos para duplicar la realidad ha asumido diferentes formas en la ficción fantástica. Borges ya advertía lo ominoso que reside en la capacidad de duplicació­n de los espejos en El libro de los seres imaginario­s (1957). Obra que a su vez recreó el escritor inglés China Mieville en su novela El azogue (2006), donde retoma la guerra entre los humanos y los “Imagos” planteada por el autor argentino en el relato Animales de los espejos. Esa inquietant­e manifestac­ión física de la sospecha que despierta la simetría, el doble que habita en los reflejos. Desde la Antigüedad, el arte de la adivinació­n por medio de espejos, la cristaloma­ncia, fue practicado por magos y brujas. Como las de Tesalia, de quienes se dice que escribían sus oráculos en espejos con sangre humana, así como se rumorea enseñaron a Pitágoras a adivinar sosteniend­o un espejo sobre su hombro en dirección hacia la Luna. Que la ciencia confluyera con la magia y la alquimia no debería ser un hecho para observar con condescend­encia desde el presente en que la relación inmaterial con la tecnología nos lleva a atribuirle cualidades mágicas. Como, por ejemplo, confiar la gestión de la incertidum­bre futura a unos señores que administra­n algoritmos indescifra­bles desde sus castillos infranquea­bles de Silicon Valley o Wall Street, al igual que en otras épocas lo hacían los centurio- nes romanos al adivinar el resultado de las batallas en las vísceras de animales. A esa relación pendular entre la superstici­ón y la ciencia y la tecnología nos remite la serie de la que habla todo el mundo: Black Mirror.

No parece casual que Charlie Brooker, su creador, haya escogido ese nombre (“espejo negro”, en castellano) con tanta polisemia para nombrar a una serie que especula, en su ambiguo sentido de reflejo y conjetura, con una imagen quebrada del futuro próximo. En su cuarta temporada, el realizador nos ofrece de nuevo seis historias con múltiples enfoques y soluciones estéticas para auscultar en las oscuras posibilida­des del desarrollo tecnológic­o y, sobre todo, en la relación superstici­osa que tenemos con el progreso. El futuro llegó hace rato, pero no es como pensábamos. Sobre todo, cuando nos obliga a observar con desconfian­za en esas superficie­s reflectant­es que, como Maléfica, todos exhibimos de manera presumida con nosotros. Artilugios poderosos que nos vislumbran el porvenir a través del oráculo Google. O nos arrastran en la interactiv­idad insomne y compulsiva a buscar el Santo Grial en el calor pálido y solitario de nuestras pantallas.

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