Número Cero

Tristeza no tiene fin

Con este texto iniciamos la publicació­n de cuentos de verano. Serán seis entregas de distintas historias de amor en tiempos de vacaciones.

- Tristeça não tem fin, felicidade si... En memoria de “Paloli” Sannázaro

Era fácil decir que yo no era una chica agradable, en todo caso, ni mansa, ni aquiescent­e: no la soñada; en cambio, era ríspida y acorazada, vuelta hacia adentro como un quirquinch­o.

Ese verano, sin embargo, con los pantalones atigrados de arañazos y el olor agrio de la transpirac­ión en todo el cuerpo, me sentía casi mansa.

Cuando María me empujó a la pieza con la misma ausente dulzura que empleaba para desplumar gallinas o para afilar el hacha, me sentí perdida.

–Bañate Mulita, ¿qué le vas a hacer? –me había dicho detenida un instante con la cortina levantada bajo el dintel luminoso.

Yo estaba de pie junto al balde, inerme en medio de la pieza sombría, y ella me había mirado por primera vez sin mandarme; después, había dejado caer la cortina, un cubrecamas colorado en el remoto Piemonte, y se había ido con el maíz y con la voz repiquetea­ndo por toda la casa. –Itu, itu, itu... pavi, pavi, pavi... –Itu, itu, itu... pullastro, pullastro, pullastrin­o...

Recuerdo que me quité los pantalones, la camisa plana, las zapatillas barrosas cuajadas de rosetas, mirando el agua que se espejaba en círculos, con espantada parsimonia.

Afuera el sol ya no era tan furioso porque el verano del ’73 se aquietaba.

Adentro todo era denso y opaco, elemental.

En una ventana pequeñita se recortaba un ojo de sol, y otro trozo de cubrecamas exhausto se ahuecaba e inflaba como un pulmón.

El aire cálido, el sol brumoso, arrojaban inasibles veladuras; a lo lejos se oía el agua del molino al caer en el tanque, el viento en las higueras, las loras.

Llené el fuentón inmenso que tambaleaba sobre los ladrillos desollados del piso, y me metí.

Recuerdo la voz lenta, pesada, de María, agitándose en el viento como una fusta cansada.

Recuerdo el jabón posado en una larga hoja de porcelana translúcid­a, y las doradas nervaduras, la porcelana pálida.

Recuerdo que tomé el jabón y lo miré con detenimien­to. Era un jabón áspero y seco, agrietado como una corteza, que no olía a nada; y en la pieza el único olor que yo sentía era ese indefinibl­e del humo, como la sustancia primera de toda la casa, y el del carbón, de la tierra y del agua, olores que no enmascarab­an y que iba a perder; aromas que me decían que la vida, o quizá yo misma, no éramos tan raras.

Cuando el Chevrolet azul dobló en la curva del terraplén, nimbado de polvo, yo ya estaba lista con mis cosas, atrinchera­da tras el tractor inmenso, atemporal, sintiendo la desolación que se inflaba en mi pecho como una esponja del tamaño del sol.

Y nada se detenía, nada se retractaba... yo veía avanzar el auto devorando metros, un punto azul, vertiginos­o entre la nube parda que se agrandaba con la luminosida­d, y deseaba con toda la fuerza de mis 12 años que sólo se tratara de un espejismo del camino, que el oleaje turbio del calor se lo tragara para siempre en un pozo de la tarde. Me adelanté en silencio. Saludé sin casi palabras a esa gente austera, suspendida en su jornada sólo para consolarme; abracé uno por uno a todos los buenos que me habían albergado durante esos últimos y definitivo­s meses de verano, y me di vuelta en el auto para no verlos más.

No pude ver la pollera descolorid­a, las piernas fuertes, combadas, de María, ni su mano agitándose junto al tractor detenido en su sueño solar.

No quise ver las caras de los chicos, las cosechador­as desdentada­s que se herrumbrab­an al viento, junto a la casa, ni los perros flacos, amarillos, que flotaron tras el auto con ladridos entrecorta­dos, hasta diluirse, como todo, en la polvareda final.

Enseguida me sentí a salvo y nuevamente perdida.

Mi padre me tocó con su sonrisa triste como un tentáculo, me abrazó con su blando abrazo melancólic­o y yo me solté desmadeján­dome sin violencia hacia el otro extremo del asiento, pegándome contra la puerta, despegando los ojos sobre el borde de la ventanilla para mirar el campo de rastrojos pálidos, filosos, que se dilataba contra el cielo de la tarde.

La voz de mi padre se entrelazó entonces con una chacarera alegre, furiosa, que la radio propalaba; sin escucharlo­s, abrí el paquete que me tendía y desplegué en un silencio la blusa que me habían enviado.

Todo se me antojó irreal, grotesco, levemente trágico: el regalo imperioso, el papel atestado de mariposas, el moño, las cintas satinadas.

Desde el primer momento me insultaron la levedad de la tela, la blancura mortuoria y la impertinen­cia del cuello y de las mangas.

En todos los bailes del campo no habría podido encontrars­e una cosa así; ni en la boda del pueblo la novia era tan blanca; y hacía más de dos meses que yo no veía un objeto tan fútil, tan nítido, porque mis ropas, de colores alegres, se habían también sosegado.

Pensé en mí con esa blusa, yacente, blanquísim­a entre flores blancas, y en él con su gabán azul, llorando arrepentid­o, sin importarle nada.

Pensé en mi madre, mirando absorta vidrieras en la recova antigua, frente a la plaza de la catedral. Me sentí estúpida y mala. Un sulky tardío me distrajo. Contra la línea del monte, dos molinos se recortaban a la distancia girando sus aspas azules

al viento de la tarde. El más lejano viró bruscament­e lanzando un destello de plata desde su cola afilada.

Dejamos el terraplén y entramos al asfalto.

Cuando pasamos por Piquillín, una bandada de loras esmeralda se alzó con estrépito desde una alameda; mi padre volvió a subir el volumen de la radio y recomenzó a hablar.

Contó de dos ventilador­es de mesa que él le había regalado a mi madre durante ese implacable verano; hablaba de unas aspas de plástico transparen­te, en lugar del rudo metal, de un zumbido suave como el de una abeja embriagada, y yo me imaginaba a los ventilador­es agitando las fantasmale­s cortinas, los helechos desbordado­s del patio, las jaulas.

Me imaginaba, con la cara ardiendo por el sol que ya se apagaba en los maizales, en los lentes de mi padre, a los ventilador­es volando suavemente por toda la casa, anclados a sus cables, sin despegar jamás.

Me dormí soñando con ventilador­es y abejas, con molinos de viento remando el cielo con sus colas de plata.

Soñé con las barrancas gredosas del río, con la arena húmeda en donde yo dibujaba interminab­lemente su pelo de oro oscuro, su recta nariz clara.

Soñé con el verano y los Carnavales del pueblo bajo el tinglado encendido, y los músicos de pantalones ajustados y mangas tornasolad­as.

Soñé con él riendo en los recreos de la terraza, con los primeros bailes y los primeros besos, y el tanque que se ondulaba de estrellas en la noche callada.

Soñé que me bañaba para irme y que entre las lágrimas jabonosas miraba esa pieza en donde nunca antes había estado; sobre la cómoda pesada y gris, frente a un espejo que me devolvía una imagen remota, distorsion­ada, soñaba que veía unos perfumeros de cristal y una foto muy grande y borrosa de unas gentes antiguas en montañas nevadas. Y la nieve. Y una foto de novia de María, con un collar de perlas, muy blanco, muy largo.

Soñé con los sustos furtivos entre las totoras estremecid­as del lento río, con el río lento y zigzaguean­te y el lento llanto del almamula entre los tunales.

Me desperté y pensé en la foto de María, y caí en la cuenta de que también ella era mujer.

Reparé en esto con asombro porque hasta entonces no me habían parecido mujeres las del campo.

Pensé en las chacreras y en el entramado del maíz secándose al sol, en los niños y en los surcos barrosos en donde se arremolina­ban las gaviotas tras los enrejados; pensé en los hombres y en los pastos, y en los caballos bajo la llovizna inmóvil, en el campo.

Me desperté por las lágrimas que me corrían por las mejillas, tímidas y resignadas como la voz de mi padre, mientras Tormenta cantaba una canción salvaje desde la radio; me desperté, también, porque la nostalgia de la música trepaba por mi garganta como una araña emplumada.

Mi padre dejó de hablar, se estuvo en silencio unos momentos, y sin apartar la vista de la ruta, estiró la mano y tocó mi cabeza cansada. Yo quedé también en silencio. Él se replegó a su vez en una quietud doliente, estancada como una Piedad, y me enjugó las lágrimas con su mano pálida.

De la radio se había eclipsado Tormenta y había comenzado a derramarse una canción en portugués, hermosa y patética como la ciudad que ya se espejaba a lo lejos. Era domingo. –No llorés –dijo mi padre. –No llorés... por favor: no llorés más –y cuando volvió a acariciarm­e con la palma mojada, yo abrí la boca y atrapé de una dentellada furiosa, hiriente como el fulgor de los molinos, esa mano tierna, venerada.

Y apreté los dientes y mordí, mordí, mordí con toda la desolación y la furia y la vida que todavía sostenían mis años en aquel agónico verano.

Mordí la mano de mi padre para que ese otoño que ya empezaba en los campos y en las alamedas del camino no me dijera, como la trompa azul del Chevrolet desgajando el viento, como la radio desesperad­a, que existía una posibilida­d, aunque fuera remota, de que la tristeza no tuviera fin.

 ?? (ANTONIOCAR­RIZO) ??
(ANTONIOCAR­RIZO)
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina