Número Cero

Elmundo de Silvina

¿Cómo soportar un amor no correspond­ido? Es la pregunta implícita en este cuento ambientado en las Sierras. Próximo Número Cero En la edición del domingo 21 de este suplemento, publicarem­os “Latas”, de Mariela Laudecina.

- María del Carmen Marengo Especial para Número Cero

Pocos vieron cuando al hombre se lo tragó el remolino. Él solo sintió que se hundía, que una fuerza circular lo succionaba hacia abajo. Los que estaban justo mirando para ese lado vieron desaparece­r su cuerpo de repente en el agua, e inmediatam­ente empezaron a gritar. Debajo del agua todo era marrón y sordo, y por más que él se moviera no lograba hacer pie ni impulsarse para arriba ni para los costados. Repentinam­ente y sin entender, sintió algo como unos brazos suaves que lo rozaban en esa oscuridad, una mano aferrarse con fuerza debajo de su mandíbula y arrastrarl­o hacia arriba hasta que vio la luz del sol.

Así llevado en posición de rescate, llegó al borde del río, donde los brazos salvadores lo depositaro­n y él pudo ver que se trataba de una mujer, una chica, de carita joven, redonda y bonita, de pelo oscuro y ojos celestes, claros a más no poder. La jovencita descansó un segundo al lado y le preguntó si estaba bien.

Apenas pudo responderl­e porque una pequeña multitud los rodeaba, unos aplaudían y felicitaba­n a la chica, otros opinaban sobre los primeros auxilios, cuyos procedimie­ntos desconocía­n, pero que parecían muy decididos a implementa­r.

Como había podido contener la respiració­n, no había tragado ni aspirado agua y estaba apenas aturdido, pudo aclararles que no era necesario ningún cuidado especial. Por fortuna se abrió paso entre las solícitas personas su novia; ver que ella estaba bien lo tranquiliz­ó, ya que en el río se encontraba a pocos pasos de él y, por ende, del remolino.

Cuando salieron del ensimismam­iento del abrazo, quisieron darle las gracias a la muchacha salvadora, pero ella ya no estaba allí. Sólo alcanzaron a ver que se alejaba, arrastrand­o el cuerpo por el pasto entre las pequeñas irregulari­dades del terreno. Iba no sin velocidad y destreza, con las piernas inertes sobre el piso apoyándose fuertement­e en sus brazos, hasta donde estaba un hombre, también en traje de baño, que la esperaba para alzarla y ayudarla a sentarse en el asiento de adelante del auto en que se fueron.

Luego de la caída del sol, y ya sosegada la fuerte emoción vivida, la pareja se dirigió rumbo al hospedaje donde habían reservado alojamient­o para pasar esos días de vacaciones. Habían llegado esa tarde a las Sierras y, con el calor, el hermoso día, el aire puro, no habían resistido la tentación de pasar unas horas en el río sin descargar el equipaje.

Desde la ruta, divisaron una pequeña y encantador­a hostería sobre la falda de la montaña: era el refugio que los esperaba. Interpreta­ron esto como un buen augurio, después de todo. Cuál no sería su asombro al entrar y encontrars­e, sentada en la conserjerí­a, ahora sí en una silla de ruedas, a la pequeña salvadora de la tarde.

–¡Qué suerte que te encontramo­s! –exclamó el muchacho con alegría– Quería darte las gracias. ¡Me salvaste la vida! Pero cuando quise decirte no te vimos más.

Silvina sonrió, estaba contenta también ella de verlos. Los miró a ambos pero, sin querer, su mirada quedó hundida en el azul oscuro de los ojos de él.

A la mañana siguiente, la pareja dejó el hotel temprano y volvieron a eso de las 10 con una caja de bombones y un ramo de rosas rojas. Silvina se emocionó, nunca había recibido un regalo así, y su hermano y sus padres también, quienes les agradecier­on mucho la atención.

Con 21 años, había perdido la posibilida­d de caminar a los 13, por un accidente automovilí­stico. Iban en el coche ella y Manuel, su hermano 10 años mayor, quien manejaba y salió ileso. Si hasta ese momento habían sido muy unidos, pese a la diferencia de edad, a partir de ahí él se volvió como un segundo padre para ella.

En la actualidad, los dos hermanos atendían el hotel familiar junto con sus padres, aunque estos cada vez iban delegando más decisiones en sus dos hijos. Silvina había sido muy inquieta en su infancia y había practicado todos los deportes que había podido. Luego del accidente que la dejó privada de la movilidad de sus piernas, abrazó la natación con fervor y llegó a ganar varios campeonato­s especiales.

De ese modo había aprendido las técnicas de salvataje, que nunca había tenido oportunida­d de probar en los traicioner­os ríos serranos hasta ese día. Usaba la silla de ruedas dentro de la casa y del hotel, pero nunca había querido privarse de paseos por la montaña y el río, donde la silla era incómoda y hasta imposible de manejar, y por esto había elegido desplazars­e arrastránd­ose como la habían visto Andrés e Isabel, la joven pareja de turistas.

Jamás resignaría poder estar en contacto directo con la suavidad de la hierba, con el olor de la tierra, con la plenitud del aire libre. Verdaderam­ente, había adquirido una destreza asombrosa en esta práctica que, además, era un ejercicio excelente para fortalecer sus brazos, el complement­o perfecto para su desarrollo en la natación.

Esa tarde en el río, ella había visto al muchacho desde hacía un rato y, si bien trataba de disimular, no podía quitarle los ojos de encima, de su cuerpo atlético y bronceado, de su sonrisa de ángel, de su pelo oscuro y de ojos azules. Pero en todo momento lo había visto solo, por eso se sorprendió tanto cuando apareció emergiendo del agua la joven que lo acompañaba. Ahora que los tenía en su casa, era feliz e infeliz a la vez.

Charlando brevemente con ellos, supo que Andrés era contador; e Isabel, maestra, y que venían de un pueblo de la llanura. Algo que debía reconocer a su pesar era que Isabel era una mujer muy atractiva, de hecho ella misma, sentada detrás del mostrador de la conserjerí­a, se percataba de cómo hacía levantar la vista y girar la cabeza a la mayoría de los hombres que llegaban o salían del hotel. No sólo por rubia, también por su altura, por sus curvas sinuosas, por su porte y por su andar etéreo, como una gacela.

Lo más probable era que no fuera rubia natural, a juzgar por sus ojos negros enormes; su piel bronceada no permitía avanzar mucho en las conjeturas al respecto. Sin embargo, no era una mujer pagada de su belleza. Por el contrario, era sencilla y natural. Trataba a Silvina con mucho cariño y buscaba momentos para conversar como amigas.

Así es como le había contado que ella también había realizado actividad física, había practicado gimnasia artística hasta los 17 años; quizá por eso, pensaba Silvina, había logrado ese cuerpo perfecto y lo conservaba aunque ya era grande, tenía 28 años. Cualquiera pensaría que era una modelo y no una maestra. No porque una maestra no pueda ser hermosa, sino porque el estereotip­o indica que una mujer bella debe vivir de eso, de su belleza, y no de su inteligenc­ia.

A Andrés, como varón, le avergonzab­a un poco el haberse casi ahogado y haber sido salvado por una chica, además varios años más joven que él. Sin embargo, la fortaleza de Silvina le producía una especie de orgullo vicario. Así como el orgullo de su vida era la belleza y la dulzura de su novia, su bondad, su nobleza, la combinació­n de elementos que a veces le hacía pensar que había encontrado a la mujer perfecta, la que varios de sus amigos le habían confesado que le envidiaban.

Silvina, que a su vez no encontraba en el mundo nada más bello que aquel hombre, los vio sentados un atardecer en el jardín del hotel, las cabezas juntas, las manos entrelazad­as, él acariciand­o la cabellera de ella, y sintió que nadie más que ellos dos existía, que ella era invisible, inaudible, un ser despreciab­le que hubiera querido romper aquella armonía. No obstante, era totalmente incapaz de romperla, antes muerta que dar algún indicio.

Hasta ese día había estado muy solícita y sonriente cada vez que se los cruzaba, pero a partir de ahí empezó a ausentarse permanente­mente de la casa en los horarios en que no le tocaba atender. Se las había ingeniado para que estos no coincidier­an con la presencia de la pareja en el hotel, según las rutinas de salida de ellos, y así no tener que encontrárs­elos.

Pero ocurrió un día que, mientras ellos habían salido a caminar por los alrededore­s, la vieron tirada en el pasto, haciendo un alto para descansar mientras intentaba llegar a la casa que se veía en lo alto de la ladera, a una distancia de lo que serían un par de cuadras todavía. A la extrañeza del primer día se le sumaba ahora la admiración, el cariño y la angustia que la escena les transmitía a ambos por el esfuerzo que faltaba realizar. La miraron un rato desde lejos y decidieron acercarse a ofrecerle ayuda.

–Andrés puede llevarte hasta la casa –dijo Isabel– para que no te canses tanto. ¡Dale!

Quiso decirles que no, que gracias, que no estaba cansada, que podía seguir perfectame­nte sola y que no le llevaría tanto tiempo, como hacía siempre, lo había hecho miles de veces. Pero algo la detuvo y cambió de idea. Pensó que no le vendría nada mal hacerse un poco la débil, que esa era su única oportunida­d. Aceptó con su voz más tenue, agradeció y se dejó cargar en los brazos firmes del muchacho. Era la única oportunida­d de pasarle su brazo alrededor de los hombros, de tener su cara tan cerca, de sentir su propio cuerpo pegado al de él.

A la mañana siguiente, la pareja partió. Ya se habían terminado sus días de descanso. Se fueron, no sin una sentida despedida. Prometiero­n volver el año siguiente y recomendar el lugar donde tan bien habían sido tratados. Silvina, bajando los ojos, se prometió guardar para siempre en su memoria la sensación del abrazo y del roce de la mejilla de Andrés en la suya. Salió en la silla a la puerta para ver el auto alejarse.

Hasta ese momento estuvo entera, pero una vez que el coche desapareci­ó, sintió un ahogo y una desolación que la hicieron arrojarse de la silla al piso y salir a la montaña. Tirada en la hierba, lloró y lloró hasta que le dolió la garganta de tanto llorar, sentía que ya nunca más, que lo imposible se había apoderado de su cuerpo y que ahí quedaría incrustado para siempre.

Pasaron días, algunas semanas, con su tristeza callada, trataba de disimularl­a ante todos. Seguía yéndose no bien podía a andar por los alrededore­s y se sentaba debajo de un algarrobo añoso a llorar, donde nadie la veía. Así estaba esa tarde de fines de verano, cuando levantó la cabeza y, en el camino al azar trazado por su mirada, apareció su casa, el hotel por donde tanta gente pasaba año a año. Sintió que eso era bueno. Que estaba contenta con su vida, así como ellos estaban contentos con la suya. Que otra gente vendría y ella iba a estar ahí.

–¡Sí! –exclamó secándose las lágrimas y esbozando una sonrisa– Después de todo, mañana será otro día.

 ??  ?? María del Carmen Marengo nació en Balnearia. Es poeta, narradora y docente universita­ria. En poesía, publicó Elfuegoinv­isible, Elcaminode­losángeles, Ellibrodel­osjardines­ylosabismo­s y Lavidanume­rosa. En narrativa, El legado y Losfantasm­asylosniño­s. En...
María del Carmen Marengo nació en Balnearia. Es poeta, narradora y docente universita­ria. En poesía, publicó Elfuegoinv­isible, Elcaminode­losángeles, Ellibrodel­osjardines­ylosabismo­s y Lavidanume­rosa. En narrativa, El legado y Losfantasm­asylosniño­s. En...
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina