Cuidarelpresente
No es lo mismo ser un poeta del presente que ser un poeta de la presencia. Esa distinción, metafísica si se quiere, puede percibirse con claridad en el último libro de Pablo Seguí, titulado Otro verano y éste (un título en el que ya se insinúa una tensión temporal).
El presente tiene siempre un carácter fantasmal de aparición y está como envuelto en un halo de fugacidad, un brillo que de algún modo es también una despedida.
Por eso el presente necesita un cuidado que la presencia no necesita. Una de las formas de cuidarlo son las palabras, que le dan como una segunda vida o una segunda oportunidad a eso que apenas es ya deja de ser, y que si bien no desaparece como materia o como forma de un momento a otro, sí desaparece como cualidad, como disposición particular de un instante.
“Quizá con una cámara/ pudiera capturar esto que veo,/ aquietado, serena-/ mente dichoso en la penumbra inmóvil”, dice el primer poema del libro. ¿Cuánto dura esa dichosa serenidad? La ilusión del poema no es fijarla en un monumento verbal, por cierto, como se supone que pretendían los clásicos, sino proyectarla a otra temporalidad, donde eso único, irrepetible, fugaz, adquiera un sentido y se vuelva comunicable.
Eso es lo que desarrolla de manera luminosa uno de los mejores poemas de este libro –lleno de poemas memorables– titulado “Mundo”. La escena es un tópico: la amada dormida y el poeta que escribe. La rara combinación de intimidad y de absoluta distancia entre el sueño y la vigilia genera un sentimiento paradójico: una nostalgia del presente: “Yo sé que las palabras/ ni las fotos podrán/ tenerte nunca. Que/ el beso que nos dimos/ anoche se conserva/ apenas, desleído/ por la ingrata memoria”. Nostalgia y a la vez expectativa, porque la mujer va a despertar y a leer el poema, y con el simple acto de existir, de ser, colmará de sentido el tiempo: “Ya no puedo olvidarte,/ señora que ha logrado/ sólo con ser, hacer/ de estos días un mundo”.
Como dice Daniel Freidemberg en su justísimo prólogo, la poesía de Pablo Seguí posee una consistencia particular, reconocible, una “realidad con vida propia”. Y esa consistencia no depende de un grado de sinceridad personal, de la verdad implícita en sus versos, no tiene que ver con un tono confesional ni con determinada ética de autor. Se trata de otra cosa, más tangible: una materialidad, un grano de la voz, una sintaxis.
Esa textura se nota incluso en los poemas más transparentes como “Por una cerveza” (donde el tema de la inseguridad urbana es transfigurado en un temblor de delicada angustia). “Qué sería, chiquita,/ que por una cerveza/ buscada, y es rutina/ después de medianoche/ por calles sin un alma/ te causara un disgusto”. La palabra “chiquita” y la expresión “es rutina”, más allá de que son rimas asonantes, generan una vibración sentimental y una dislocación modal entre el subjuntivo y el presente que eleva todo el pasaje a un estado de gracia verbal.
La gracia, como en los libros anteriores del autor (Los nombres de la amada, Naturaleza muerta), se sostiene, también, en el antiguo sortilegio de la métrica (heptasílabos, endecasílabos, alejandrinos) y en alguna que otra rima. El trabajo artesanal con los versos expone las huellas de las manos. Esa perfección que elige ser humana antes que divina es lo que nos hacer volver una y otra vez a los poemas de Seguí.