El santuario de los libros abortados
endrías un libro decente si prescindieras del personaje de Gatsby”, le respondió un editor a Scott Fitzgerald sobre su novela más famosa. El veredicto que debió soportar Marcel Proust sobre En busca del tiempo perdido fue tan humillante como descabellado: “Mi querido amigo, puede que esté muerto de cuello para arriba, pero aún así no veo por qué una persona puede necesitar 30 páginas para describir cómo cambia de postura en la cama antes de dormir”. Al encargado de repeler el intento de Orwell de publicar Rebelión en la granja le fue negada la posibilidad de ser profético: “Es imposible vender historias de animales en Estados Unidos”.
Hay una comicidad involuntaria en esos rechazos, sobre todo cuando el tiempo ha permitido ver el tamaño de los equívocos en relación con obras literarias que superaron la ceguera (o la sordera) de editores apurados y encontraron su destino. Esos repudios son como escollos que iluminan el camino del héroe. Muchas otras obras, en cambio, no pudieron. Se ahogaron en la orilla o se fueron a la lona al primer cachetazo.
La biblioteca negada
Para esas piezas rotas del arte literario existe la Biblioteca Brautigan, que acepta únicamente libros rechazados por editoriales. Las obras a las que les dijeron que no. Llegaron a ese extraño depósito a causa de algún desentendimiento radical con cualquier noción de relato, por confundir la expresión de deseos personales con poesía o por una declaración de guerra de exterminio a las reglas de la ortografía.
La Biblioteca Brautigan hace justicia poética con esos libros abortados, que nacieron sin pulso o fueron declarados sin chances. Algunos sobreviven bajo la condición de obras enfermizas, que no obstante los defectos que les imposibilitaron ser literatura son custodiadas, catalogadas, preservadas para eventuales lectores y buscadores de rarezas.
La Brautigan Library, que actualmente funciona en un museo de Vancouver (Canadá), se llama así en homenaje a Richard Brautigan, un escritor que perteneció a la alocada generación beat y vivió tal cantidad de fracasos que terminó volándose la cabeza con una Magnum 44. Sabía de lo que hablaba cuando escribió El aborto. Una novela histórica (1971), protagonizada por un bibliotecario que salva del olvido a los libros negados.
En 1990, el fotógrafo Todd Lockwood, admirador de Brautigan, decidió darle vida a ese cementerio de ficción y creó la biblioteca. Para su sorpresa, cientos de escritores y escritoras sin credenciales comenzaron a llegar con la idea de entregar a sus criaturas fallidas, en una especie de ritual de despedida que les otorga un soplo de vida.
Los rastros de la Biblioteca Brautigan se pueden seguir en la deslumbrante colección de proyectos abandonados y trayectorias truncas titulada “Artistas sin obra”, de Jean-Yves Jouannais. Allí se describe parte del fondo de este depósito de monstruosidades librescas, que va desde las confesiones garabateadas en tinta roja de una chica enamorada de Michael Jackson hasta la trepidante novela de un policía jubilado.
“Debemos extrañas e intensas emociones a manuscritos que, desde la primera línea, sabemos condenados a no existir. Libros raros, charlatanes, sin pedigrí, en los que la materia más viva son precisamente esas taras que les impiden convencer pero no seducir”, anota Jouannais, estableciendo un canon de lectura que permite tratar a un libro como si fuera un extranjero que golpea a la puerta y pide asilo, agua, algo para comer. Que lo dejen vivir. Aunque sea en un santuario de engendros literarios.