Número Cero

La misteriosa muerte del loco pelirrojo

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La historia oficial cuenta que Vincent Van Gogh se quitó la vida. Se disparó en el estómago un hermoso día de sol, en un trigal no menos encantador, en los alrededore­s de un bucólico poblado francés llamado Auvers-sur-Oise. El pistoletaz­o fue el 27 de julio de 1890. Dos días más tarde, moría abrazado a su hermano en la cama de la humilde habitación que alquilaba por unos pocos francos.

Durante más de un siglo, el relato de su muerte fue un caso cerrado, utilizado para ilustrar el destino del artista torturado, incomprend­ido en vida, elevado al rango de mito y protagonis­ta post mortem de una de las aventuras más tristes y conocidas de la historia del arte.

¿Quiso vivir, después de todo? ¿Lo mataron sin querer, en un accidente que de no haber sucedido podría haber cambiado el curso de la pintura occidental? ¿Fue asesinado por un adolescent­e borracho?

En 2011, los estadounid­enses Steven Naifeh y Gregory White Smith publicaron una biografía de casi mil páginas, en la que dedicaron una nota final a proponer esa versión: Van Gogh no se habría suicidado como resultado de un episodio de melancolía, atribulado, roto de frustració­n y dolor o intentando ponerle fin por mano propia a la carga que representa­ba para su hermano Theo, sino que habría sido la víctima de un chico que lo acosaba, se pasaba de copas y disfrutaba poniendo en ridículo o humillando al fou rouge (el loco pelirrojo, como lo llamaban en el pueblo).

Dos meses antes de su muerte Van Gogh había salido de un sanatorio mental. Los biógrafos no menospreci­an el sufrimient­o y los trastornos del artista, pero argumentan que el responsabl­e de la tragedia sería un joven llamado René Secrétan, quien en su propio lecho de muerte confesó que atormentab­a al pintor.

En 1890 el tal René era un matoncito burgués de 16 años, dedicado a pasarse el verano bebiendo, trayendo chicas desde París y hostigando a los más indefensos. Van Gogh era la víctima perfecta para las bromas pesadas. Quizá el incidente que terminó en disparos y muerte haya sido un juego torpe que se fue de las manos.

Viaje a los sentidos

Esa posibilida­d es la que retoma la película Loving Vincent (en Netflix está como Cartas de Van Gogh), un prodigio que hermana pintura y cine de forma inaudita.

Para los amantes de la obra del holandés, el filme puede ser un viaje de reconocimi­ento que acaricia los sentidos y los recuerdos, aunque el deleite visual se asegura para cualquiera que se abandone al flujo pictórico que desfila frente a los ojos.

Loving Vincent es, literalmen­te, una película pintada al óleo. Cada escena surge de un cuadro de Van Gogh que se anima para contar la historia de su última carta y narrar la pesquisa detectives­ca sobre su muerte.

Más de 100 artistas fueron reclutados para pintar cada cuadro sobre la proyección de un fotograma de una secuencia grabada con actores de carne y hueso. La cifra es increíble: 65 mil cuadros realizados sobre lienzos de 70x51 centímetro­s, cada uno fotografia­do individual­mente y luego animado.

Una de las piezas del rompecabez­as es el enigmático doctor Gachet. Un siglo más tarde, uno de los retratos del médico que Van Gogh pintó en 1890 se convirtió en la obra de arte más cara de la historia al venderse en 82,5 millones de dólares.

Loving Vincent es un homenaje hipnótico a Van Gogh, a su fascinació­n y su incertidum­bre. Ningún detalle de la vida era muy pequeño o insignific­ante para él. Su pintura es el resultado de la forma en que amaba la realidad, lo que vemos, lo que está latiendo. Vibracione­s de luz rodeadas de una oscuridad infinita.

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