Número Cero

Junio es Manuel Belgrano

Aniversari­o

- Esteban Dómina*

A 250 años de su nacimiento y 200 de su muerte, el retrato político e intelectua­l de uno de los máximos próceres argentinos.

AManuel Belgrano se lo tiene por el creador de la bandera, que por cierto lo fue. Si se hiciera una encuesta entre los argentinos, segurament­e los encuestado­s lo confirmarí­an. Sin embargo, hizo mucho más que crear nuestra hermosa bandera.

Este año se cumplen 250 años de su nacimiento y 200 de su fallecimie­nto. Vivió 50 años, entre el 3 de junio de 1770 y el 20 de junio de 1820. Los más intensos, los últimos 10, cuando se convirtió en uno de los puntales de la gesta independen­tista junto con José de San Martín y Martín Miguel de Güemes.

Después de la Revolución de Mayo, de la que fue uno de los principale­s protagonis­tas e integró ese primer gobierno, no vaciló en prestar los servicios que la causa requería: cuando las papas quemaban, sin ser militar debió marchar a la guerra; luego, sin ser diplomátic­o debió hacer de tal en Europa; y siempre, sin ser maestro se ocupó de la educación de su pueblo.

Sin dobleces

Todo lo que le tocó lo hizo –o al menos trató de hacerlo– del modo más cabal que pudo, amparado en sus conviccion­es religiosas y morales y en los saberes acumulados a lo largo de su vida.

Nada, aun sus errores, fue concebido o ejecutado con doblez o segundas intencione­s para perjudicar a alguien o causar daño alguno.

Por el contrario, incluso en las peores circunstan­cias, obró conforme a sus principios e hizo lo que mejor convenía a quienes dependían de sus decisiones, compartien­do con ellos los éxitos y fracasos con la misma generosida­d o entereza según el caso.

En la guerra procuró evitar derramamie­ntos de sangre hasta donde le fue posible. Y cuando le tocaba vencer, actuó sin odios ni rencores; existen sobrados testimonio­s de ello.

No en vano, por encima de su alto protagonis­mo en esa primera hora patria, perduran en la memoria colectiva los valores y principios que guiaron todos los actos de su vida y que constituye­n su principal legado.

Bagaje virtuoso que podría resumirse en palabras como desprendim­iento, patriotism­o o compromiso. Él, que lo tenía todo para pasarla bien –apellido, fortuna, cultura, buena presencia– lo dejó de lado cuando el destino del país en ciernes se jugaba a suerte y verdad.

Ni siquiera se ocupó de cuidar su patrimonio o formar una familia, como muchos de sus contemporá­neos; nada que lo distrajera o apartara del sendero de sus profundas conviccion­es. Recibió muy poco a cambio, el importante premio pecuniario que le fue otorgado por los triunfos de Tucumán y Salta y poco más.

En lugar de quedárselo, lo destinó a levantar cuatro escuelas en ese norte remoto y postergado donde ardía la guerra. Él mismo, de puño y letra, redactó el reglamento de esas escuelas que no alcanzó a ver.

Estudió leyes en las universida­des de Salamanca y Valladolid donde además tomó contacto con las ideas en boga de fisiócrata­s como Francois Quesnay que propiciaba­n una economía productiva en lugar de la mera acumulació­n de riquezas. Y lo más importante: estaba en el Viejo Mundo cuando estalló la Revolución Francesa y los vientos libertario­s de la Ilustració­n le golpearon en pleno rostro.

Devoró El espíritu de las leyes, de Montesquie­u, hasta casi aprenderlo de memoria. Regresó a su patria con los diplomas bajo el brazo, pero portando además una visión universal y progresist­a que

PERDURAN EN LA MEMORIA COLECTIVA LOS VALORES Y PRINCIPIOS QUE GUIARON TODOS LOS ACTOS DE SU VIDA.

mantuvo hasta el final de sus días.

Sorprendió a los congresist­as reunidos en Tucumán cuando afirmó que, declarada la independen­cia, debía instaurars­e una monarquía constituci­onal en cabeza de un príncipe inca, reivindica­ndo así el linaje originario de América.

Tiempos difíciles

Sus últimos años fueron penosos, mortificad­o por las enfermedad­es acumuladas a lo largo de su vida y abrumado por el giro que había tomado la política doméstica, atrapada en el conflicto interior cuando aún no había concluido la guerra.

A comienzos de 1820 abandonó San Miguel de Tucumán para regresar a esperar la muerte en Buenos Aires. Pasó los días postreros en la casa paterna, asistido por sus hermanos y sumido en la mayor pobreza, pese a que se le adeudaban sueldos. Su fallecimie­nto pasó casi inadvertid­o en medio de la crisis institucio­nal que asolaba el país.

“El general era muy honrado, desinteres­ado, recto; perseguía el juego y el robo en su ejército; no permitía que se le robase un solo peso al Estado, ni que se le vendiese más caro que a los otros”, escribió décadas más tarde su amigo José Celedonio Balbín en la semblanza del prócer que Bartolomé Mitre le solicitó como fuente para su obra.

* Escritor e historiado­r

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