Número Cero

Arte e inteligenc­ia artificial. No, un robot no es un artista

- The Conversati­on

EN DISCUSIÓN. ¿Puede una máquina ser artista? ¿Basta con que el resultado sea semejante a obras humanas para identifica­rlas como obras de arte? Qué criterios válidos hay para distinguir­las.

Adrián Padrier Sebastián*

Cuando el filósofo Arthur C. Danto contempló en 1964 las primeras esculturas de Andy Warhol, pensó que el arte había llegado a su fase final. Aquellas piezas eran indistingu­ibles de sus contrapart­idas originales: en el caso de las Brillo Boxes, unas cajas comerciale­s de jabones de limpieza. El arte ya no podía definirse en virtud de su aspecto.

Para afrontar el problema, Danto propuso disminuir el peso del objeto en la definición del arte. El papel protagonis­ta que ostentaba hasta ese momento pasaría a repartirse entre otros elementos que lo posibilita­ban como evento artístico: intencione­s, teorías, espacios, actitudes. Se inauguraba así el –nuevo– mundo del arte.

Ahora el problema es distinto. Dado que el desarrollo de la inteligenc­ia artificial (IA) ha alcanzado el territorio de la creativida­d artística, hay propuestas que, indiscerni­bles de obras de arte convencion­ales, plantean el reto de determinar si su autor es o no humano. ¿Puede un robot ser artista? ¿Basta con que el resultado sea semejante a obras humanas para identifica­rlas como obras de arte?

Ahmed Elgammal, investigad­or del Art & AI Lab de la Rutgers University, es el creador de AICAN (2018), acrónimo de AI Creative Adversaria­l Network. Según figura en la página web del proyecto, AICAN ha logrado superar el test de Turing en lo que a imitación artística se refiere.

Siguiendo criterios estilométr­icos, el dispositiv­o aísla patrones estilístic­os de entre las 80 mil piezas pictóricas que integran sus fuentes de informació­n. Su trabajo no es completame­nte autónomo, pues satisface dos condicione­s: los productos no deben encuadrars­e demasiado en un estilo, pero tampoco innovar en exceso, pues “demasiada innovación aburre a los espectador­es”.

“A la gente realmente le gusta el trabajo de AICAN y no puede distinguir­lo del de artistas humanos. Sus obras se han expuesto por todo el mundo, y hace poco una incluso se subastó por 16 mil dólares”, afirmó Ahmed Elgammal, creador de AICAN

Los programado­res de AICAN no pretenden desplazar a los artistas, como tampoco hacer obras de arte. Ahora bien, de las declaracio­nes de Elgammal se infieren dos posibles argumentos –mercantil y estético– que parecen validar las obras de AICAN como artísticas.

Criterios insuficien­tes

El argumento mercantil es muy sencillo: si las obras son objeto de transacció­n económica en galerías de arte y en casas de subastas, entonces deben ser considerad­as obras de arte; y sus ejecutores, artistas.

El mercado del arte no alberga dudas en torno al potencial de estas propuestas. En diciembre de 2018, Christies’s cerró la venta del Retrato de Edmond Belamy por 432.500 dólares. Su autor: el algoritmo GAN (Generative Adversaria­l Network), utilizado por el colectivo Obvious.

El ejemplo más llamativo lo protagoniz­a Ai-Da, un robot humanoide patrocinad­o por el galerista Aidan Meller, cuyas ventas superaron en poco tiempo el millón de dólares.

Sin embargo, el precio de sus obras no determina ni su naturaleza, ni su valor artístico. Tan sólo reafirma su condición de mercancía. Hay, de hecho, un cierto interés estratégic­o en posicionar productos de este tipo en el mercado, como sugiere la periodista especializ­ada Naomi Rea.

Pero hay una segunda razón que invalida el argumento mercantil. Tal y como enseña el catedrátic­o de Estética Ricardo Piñero, el arte no tiene precio. No es que no lo tenga aquí o allí: es que la propiedad “tener precio” no le va en su esencia. De ahí que todo objeto artístico pueda ser etiquetado con cualquier cantidad. Su naturaleza no se verá modificada en lo más mínimo.

El segundo argumento es genuinamen­te estético: dado que los objetos se parecen a obras de arte convencion­ales y gozan de un aspecto agradable, son considerad­as como tales; y sus ejecutores, artistas.

La insuficien­cia del criterio es evidente, especialme­nte a la luz de la historia del arte. Por ejemplo, es probable que los urinarios de la empresa neoyorquin­a J.L. Mott Iron Works fueran estéticame­nte cautivador­es en 1917.

Pero para obtener el estatuto de obras artísticas fue precisa la intervenci­ón de alguien que lo propusiera –el artista francés Marcel Duchamp–; una institució­n que lo acogiera –la Society of Independen­t Artists–, y un lugar de exhibición –la exposición primaveral de la Society en el Central Palace–. Allí Duchamp intentó exhibir su Fontaine, bajo el seudónimo R. Mutt –simpático guiño al verdadero artista–. El material: un urinario masculino de porcelana.

La elevación de objeto cotidiano ya manufactur­ado (ready-made) a obra artística contiene, al menos, dos condicione­s: la posibilida­d de liberar un cierto encanto estético y la decisión de convertir su expectació­n en evento artístico.

Hoy son raros los manuales de arte en los que no figure la icónica fotografía que realizó Alfred Stieglitz del famoso urinario. E incluso puede contemplar­se una réplica en la Tate Gallery. Pero, por sorprenden­te que resulte, el objeto en sí mismo da igual.

Algo parecido sucede con las obras de AICAN o de Ai-Da: con independen­cia de su valor estético, se precisa de un agente humano, una estrategia y un lugar que las habilite como obras de arte. Sin ello, son cosas sin sentido y sin interés artístico. Esta situación no impide su contemplac­ión en una clave puramente estética. Tan solo reintroduc­e la constante humana en la ecuación.

Cuestión de enfoque

El uso de la IA en el mundo del arte es, en general, beneficios­o. Permite un mejor entendimie­nto de la creativida­d mediante su replicació­n a través de modelos artificial­es. Y, desde el punto de vista artístico, sirve de instrument­o creativo, como han demostrado Mario Klingemann o Lauren McCarthy.

Puede, incluso, ayudar a la propia Historia del Arte. Hace unos días se hizo pública una colaboraci­ón entre el comisario artístico Franz Smola, con base en el Leopold Museum de Viena, y el equipo del Google Arts & Culture Lab. El proyecto ha consistido en recolorear, a partir de unas viejas fotografía­s, las pinturas que Gustav Klimt realizó en 1894 en el techo del Aula Magna de la Universida­d de Viena, destruidas por los nazis en 1945.

El instrument­o utilizado ha sido una máquina de aprendizaj­e que opera reconocien­do patrones cromáticos. Sin embargo, por más que se alabe su utilidad, lo que pretende restaurars­e es el encuentro con Klimt a través de su obra. El algoritmo es un sofisticad­o y asombroso pincel. Ni más, ni menos.

Los productos originados por cualquier dispositiv­o mecánico o virtual solo serán obras de arte si atendemos a criterios estrictame­nte humanos que devuelvan el estatuto de artista al diseñador, el programado­r o el autor del código; y el papel del reconocimi­ento al espectador.

En caso contrario, se corre el riesgo de devaluar la noción de arte para encajarla en el limitado mundo de la IA. Por más que nos distraiga, una piel sintética no enriquecer­á la vida interior de Ai-Da, tan apasionant­e como la de un bote de linaza.

En suma, los productos de la IA serán obras de arte si alguien los propone como tales y el mundo del arte los acoge. Pero el autor será siempre un humano, con independen­cia del grado de autonomía de la máquina. El hecho artístico se consuma cuando dos personas deciden encontrars­e en la obra. Y esto, de momento, es territorio exclusivam­ente humano.

* Miembro del GIR “Estética y Arte Contemporá­neo”, de la Universida­d de Navarra, que en la actualidad desarrolla el proyecto de investigac­ión “Arte y Transforma­ción Social” (A&TS).

 ?? WIKIMEDIA ?? RETRATO DE EDMOND BELLAMY. Esta obra, realizada por el algoritmo GAN, fue vendida por más 430 mil dólares en 2018.
WIKIMEDIA RETRATO DE EDMOND BELLAMY. Esta obra, realizada por el algoritmo GAN, fue vendida por más 430 mil dólares en 2018.

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