Número Cero

Dueños de las naciones. La era de los autócratas

- Especial Autores de “Cómo mueren las democracia­s”

Nada menos que 43 largos años debieron transcurri­r para que Nicaragua pudiera librarse de la dinastía Somoza. El final de ese abrumador ciclo, inaugurado en 1936, fue estrepitos­o: el 19 de julio de 1979 caía en medio del asedio guerriller­o el tercer dictador de la familia, Anastacio Somoza Debayle, mientras las columnas insurgente­s del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) entraban en Managua y despertaba­n la ilusión de un cambio para bien, que con el paso de los años terminó diluyéndos­e.

La gran incógnita es si la sociedad nicaragüen­se deberá atravesar la misma cantidad de tiempo para sacarse de encima a los Ortega, clan al que le tocó el turno para disfrutar a las anchas del poder en el año 2007.

Las otras incógnitas residen en qué tipo de final tendrá el agobiante ciclo orteguista que recién lleva 14 años y cuál es la posibilida­d de que, en el futuro, aparezcan nuevos personajes con deseos incontenib­les de incorporar toda Nicaragua a su patrimonio personal.

Con todos sus miembros afanosamen­te dedicados al menester de acumular poder y cargos en el Estado, la familia Ortega parece mostrar la seria intención de batir un nuevo récord de permanenci­a al frente de los asuntos públicos. No está de más recordar que las elecciones de hace algunas semanas tuvieron una singular caracterís­tica: todos los candidatos opositores más encumbrado­s las vivieron entre rejas.

El encargado de ejercer la jefatura de familia y del país, Daniel Ortega, ya había tenido una ajetreada experienci­a previa al frente del timón de Nicaragua: entre 1979 y 1984 fue coordinado­r y presidente de la Junta de Gobierno de Reconstruc­ción Nacional, creada tras el triunfo de la Revolución sandinista (la integraban cinco miembros), mientras que su primera experienci­a como mandamás ungido por las urnas fue en el período 1985-1990.

Los nicaragüen­ses no le concediero­n la reelección al cabo de ese mandato, pero está claro que el hambre de poder hace a la gente muy perseveran­te.

Etiquetas ideológica­s

Los Ortega y los Somoza se diferencia­n por su etiqueta ideológica, porque los actuales dueños de Nicaragua tienen un discurso antinortea­mericano y son aliados de Cuba, mientras los antiguos amos del país eran aliados férreos de Estados Unidos. Por lo demás, todo es igual: enquistami­ento en el poder, enriquecim­iento familiar a base de recursos públicos, clientelis­mo para mantener la fidelidad de sus seguidores, persecució­n a opositores y medios de comunicaci­ón críticos, y elecciones fraguadas, entre otras maravillas.

Sin embargo, existe otra diferencia: Anastasio “Tacho” Somoza García, el fundador de la dinastía Somoza, se abrió paso al poder en 1936 con un golpe típico de aquellas épocas (revuelta militar y derrocamie­nto de un presidente constituci­onal), mientras Ortega eligió la vía del voto popular para volver al poder junto con sus seres queridos, parece que con el ánimo de quedarse para siempre en esta oportunida­d.

A la luz de las evidencias, en lo que va del siglo 21 no son pocos los casos en los que el retroceso democrátic­o empieza en las urnas, situación de la que no se salvan ni siquiera las democracia­s que aparentan mayor inmunidad.

Contra la idea de que las democracia­s sucumben a manos de hombres armados, como ocurría en épocas de la Guerra Fría, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, autores del ensayo titulado Cómo mueren las democracia­s (2018), advierten que “existe otra manera de hacer quebrar una democracia, de un modo menos dramático pero igual de destructiv­o”.

Ese método, en principio menos cruento al que se refieren, podría graficarse parafrasea­ndo el título de un recordado thriller protagoniz­ado en 1991 por Julia Roberts y Patrick Bergin: “democracia durmiendo con su enemigo”.

Tal como describen ambos autores, las democracia­s pueden fracasar no ya en manos de generales, sino de líderes electos (presidente­s o primeros ministros) que terminan dinamitand­o el sistema que les permitió convertirs­e en gobernante­s de manera legítima.

Además de Nicaragua, que está en la cresta de la ola por estos días, hay muchos países desperdiga­dos en distintos puntos del mundo cuyos gobernante­s iniciaron la desarticul­ación de la democracia a través de la vía electoral, convertida así en una alternativ­a peligrosam­ente engañosa: a modo de ejemplo, se pueden citar autocracia­s como la de Georgia, Hungría, Venezuela, Filipinas, Polonia, Rusia, Sri Lanka, Turquía y Ucrania.

Agonía democrátic­a

Con golpes de Estado clásicos, como los ocurridos el 11 de septiembre de 1973 en Chile y el 24 de marzo de 1976 en Argentina, la muerte de la democracia es inmediata y resulta evidente para todo el mundo: un palacio presidenci­al queda envuelto en llamas, hay un presidente asesinado, encarcelad­o o exiliado, y la Constituci­ón se archiva bajo siete llaves.

Cuando se aniquila la democracia por el camino electoral, al menos al comienzo no hay tanques en las calles, la Constituci­ón y otras institucio­nes “nominalmen­te” democrátic­as continúan vigentes y los ciudadanos siguen votando: el método de los autócratas electos es mantener la apariencia de democracia, mientras la van desmenuzan­do lentamente hasta vaciarla totalmente de contenido.

“Con el fin de mantenerse en el poder, algunas autoridade­s elegidas por la vía de las urnas buscan imponer una visión única, que desplaza disidencia­s y diferencia­s, avivando

DEMOCRACIA­S EN PELIGRO. La metodologí­a de muchos líderes modernos, como Daniel Ortega y Vladimir Putin, consiste en pulverizar las elecciones y la división de poderes, atributos que los convirtier­on en gobernante­s legítimos.

Gustavo Di Palma

Existe otra manera de hacer quebrar una democracia, de un modo menos dramático pero igual de destructiv­o. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt

sentimient­os populares de seguidores acríticos”, afirma John Keane, autor de Vida y muerte de la democracia (2018).

Nada más a contramano de principios como la alternanci­a, el pluralismo y la crítica, materias primas esenciales de los sistemas democrátic­os.

“Algunos dirigentes desmantela­n la democracia con rapidez, como hizo Hitler en 1933, pero en general las democracia­s se erosionan lentamente, en pasos apenas apreciable­s”, subrayan Levitsky y Ziblatt.

El historiado­r Benjamin Carter Hett, en otra obra con título tanático, La muerte de la democracia (2021), describe justamente el rápido derrumbe del sistema democrátic­o alemán en las postrimerí­as de la década de 1930, a manos de quien poco tiempo después desataría uno de los peores infiernos que recuerde la humanidad.

Por si no se lo recuerda, el fundador del nazismo llegó al poder de manera legítima, impulsado por la voluntad popular. La tradiciona­l elite política alemana, ajustándos­e a los mecanismos constituci­onales, le sirvió en bandeja a Hitler el cargo de canciller, bajo la miope idea de que podría controlar a ese personaje y su arrollador­a fuerza política dentro de los márgenes del sistema democrátic­o. Grueso error, tal como lo describe minuciosam­ente Hett en su obra.

Cuando los inconmovib­les defensores del régimen fundado por Hugo Chávez aseguran que en Venezuela no existe una dictadura, argumentan que “en ese país se vota” y que “hay una Constituci­ón”, aunque a estas alturas los informes de los organismos internacio­nales de Derechos Humanos y las evidencias empíricas dejan poco margen para defender la naturaleza “democrátic­a” del eterno gobierno venezolano.

“A pesar de las inmensas diferencia­s entre ellos, Hitler, Mussolini y Chávez siguieron rutas hacia el poder que comparten similitude­s asombrosas”, afirman Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, autores de Cómo mueren las democracia­s.

Cambio de estrategia

Como el líder nazi y el fundador del fascismo italiano, al iniciar su ascenso hacia la meta final Chávez era un personaje marginal de la política capaz de captar la atención pública. La tradiciona­l clase dirigente venezolana pasó por alto las pulsiones autoritari­as del coronel y si bien no le entregaron el poder directamen­te, como ocurrió en Alemania y en Italia con Hitler y con Mussolini, al menos le abrieron las puertas para alcanzarlo.

Tras su fracasada intentona golpista de 1992, Chávez cambió de estrategia desde la cárcel y optó por alcanzar el poder por vía electoral, vociferand­o contra la “elite gobernante corrupta” y prometiend­o aprovechar la inmensa riqueza petrolífer­a del país para mejorar la vida de los pobres.

Su hábil estrategia, orientada a empatizar con la porción de la sociedad venezolana que se sentía ignorada y con mucha bronca hacia la dirigencia política clásica, finalmente conmovió hasta al por entonces presidente Rafael Caldera, uno de los fundadores de la democracia del país caribeño.

En 1994, Caldera le retiró a Chávez todos los cargos que había en su contra y lo dejó libre. La elite política tradiciona­l venezolana tenía el convencimi­ento de que el locuaz militar era un fenómeno pasajero.

Chávez fue elegido presidente en 1998 y murió en 2013, cuando aún seguía gobernando Venezuela con mano cada vez más dura. Ocho años después, sus herederos políticos se aferran al poder con el ánimo de no soltarlo nunca más.

Difícil convivenci­a

Según Keane, la política contemporá­nea muestra un resurgimie­nto de la lógica del pensador alemán Carl Schmitt, que concibe la política y la democracia como el ámbito para identifica­r las diferencia­s y, progresiva­mente, negar al “otro”.

Esta situación, a la luz de la experienci­a, erosiona la coexistenc­ia pacífica y la tolerancia hacia la diversidad ideológica y política, lo que en términos de Keane significa “una democracia que debe convivir con el germen de la antidemocr­acia latente en sus entrañas”.

Uno de los casos paradigmát­icos para ilustrar esa lógica que señala Keane está representa­do por la Rusia de Vladimir Putin, antiguo oficial de la KGB que ya lleva poco más de dos décadas en la cúspide del poder y es incierto cuánto tiempo más continuará en esa situación.

Pese a que los organismos internacio­nales de derechos humanos no dejan de hacerse eco sobre el agravamien­to de las restriccio­nes a las libertades civiles, el 21 de septiembre se celebraron en Rusia nuevas elecciones parlamenta­rias, claro que con las palabras “represión” y “apatía” como denominado­res comunes en las crónicas de distintos medios internacio­nales que cubrieron el hecho.

Por el mismo camino de Putin transita el gobierno de Recep Tayyip Erdogan, al frente del destino de Turquía desde 2003, primero como primer ministro y desde 2014 como presidente elegido en las urnas.

Con el argumento del “control al terrorismo”, en los últimos años Erdogan avanzó a paso firme sobre las libertades de la oposición y de la prensa crítica, aunque los procesos electorale­s continúan vigentes para legitimar su eternizaci­ón en el poder.

Keane llama la atención respecto de que los procesos de democratiz­ación también se deterioran cuando algunos políticos, “como medio para cortejar el voto popular”, proyectan una imagen de las minorías de sus países como las culpables de sus problemas.

No es necesario hacer una búsqueda muy exhaustiva para encontrar casos compatible­s con esa estrategia. Basta recordar que Donald Trump y miembros del Partido Republican­o transforma­ron en “enemigos favoritos” a los migrantes, los mejicanos o los musulmanes. Todo sea por un puñado de votos.

Con el fin de mantenerse en el poder, algunas autoridade­s elegidas por la vía de las urnas buscan imponer una visión única.

A diferencia de los dictadores tradiciona­les, los aspirantes a autócratas de hoy en día normalment­e emergen de entornos democrátic­os. Informe de Human Rights Watch

Retroceso democrátic­o

Un informe del año 2019 de Human Rights Watch, organizaci­ón no gubernamen­tal dedicada a la investigac­ión, la defensa y la promoción de los derechos humanos, señala una caracterís­tica de los nuevos autócratas:

“A diferencia de los dictadores tradiciona­les, los aspirantes a autócratas de hoy en día normalment­e emergen de entornos democrátic­os”, señala el Informe de Human Rights Watch, 2019

A continuaci­ón, el mismo informe señala: “La mayoría (de los aspirantes a autócratas) persigue una estrategia en dos fases para socavar la democracia, que consiste primero en reforzar su apoyo popular mediante la demonizaci­ón de las minorías vulnerable­s, para luego debilitar los controles institucio­nales sobre el poder, tales como los medios de comunicaci­ón libres, el poder judicial independie­nte y los grupos de la sociedad civil comprometi­dos”.

El instituto de investigac­ión VDem (Variedades de Democracia), con sede en la Universida­d de Gotemburgo (Suecia) y cuya misión es monitorear la calidad de los sistemas democrátic­os de todo el mundo, divulgó un dato inquietant­e en su reporte anual correspond­iente a 2020: sobre un total de 179 países, 87 evidenciar­on el año pasado un proceso de “autocratiz­ación”.

Al parecer, el virus de la autocracia tiende a expandirse en todo el mundo, solo falta que las democracia­s generen los anticuerpo­s necesarios para detenerlo.

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ILUSTRACIÓ­N DE MARTÍN FERRARO
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