Número Cero

“Trimmers”. A California, para cosechar marihuana

- Especial

HISTORIAS DE VIDA. ¿Cómo es un día en la vida de un “trimmer”? Tres historias del universo de las granjas de marihuana en las montañas california­nas, una experienci­a laboral que mueve a una generación de jóvenes.

Stefanía Coggiola

Apenas amanece en Salmon Creek, Vicente se monta en un cuatricicl­o para hacer su primera tarea del día en el bosque colmado de secuoyas rojas. Mientras recorre los caminos montañosos del condado de Humboldt, en el estado de California, una imagen lo hace frenar: la sombra perfecta de un ciervo sobre el horizonte, sus astas se elevan entre las nubes, que parecen bruma de mar. Quieto el ciervo, quieto Vicente, se contemplan unos segundos. Luego avanza, llega a los invernader­os, los destapa. Ahora sí, la luz puede tocar las plantas de marihuana.

Más tarde se cruzará con Oliver, un redneck (un hombre blanco, un campesino) de 60 años, dueño de la granja, quien habita esta montaña desde que nació, cuando su padre –un adicto a la heroína que se internó en el bosque en la década del ’70 para recuperars­e– decidió que aquí vivirían. Y aquí se quedó, para siempre.

Por la noche, por placer y despilfarr­o, y porque en la montaña entrenar la puntería es cosa cotidiana, Vicente y Oliver dispararán con una AK-47 hacia la negrura del bosque, las balas impactarán en los árboles más grandes del planeta. Las dos botellas de whisky que toma Oliver por día están vacías en el suelo. Corre el año 2017.

La vida en la montaña es ruda, dice Vicente, de 34 años, cordobés, quien antes de convertirs­e en un trimmer experiment­ado (con cinco viajes realizados a Estados Unidos, durante la temporada de junio a diciembre) estudiaba abogacía, tenía su propia huerta, trabajaba como vendedor.

Qué es un “trimmer”

Trimm, en inglés, significa “recortar”. Por ejemplo, se utiliza cuando se habla de recortar un arbusto. Para el español, la actividad sería la de podar. Un trimmer, ante todo, es un trabajador cuya actividad principal es la de podar una planta de marihuana.

El proceso es el siguiente: el trimmer recibe las ramas cortadas de la planta y se dispone a recortar, a podar, a remover –con delicadeza y cuidado para no quitar lo que tiene valor– las hojas que están alrededor de la flor de marihuana, con el objetivo de que el cogollo quede lo más limpio posible.

Es, al mismo tiempo, un trabajo de manicuría, una cuestión puramente artesanal. Al cabo de un tiempo de práctica, y con una buena tijera, se desarrolla la habilidad de hacerlo cada vez más rápido, sin perder producto en el proceso.

En promedio, un trimmer puede hacer de 45 gramos a un 1,30 kilos por día; cantidad que depende de la calidad de la planta. Si el producto está en condicione­s, si no hubo demoras entre los traslados entre granja y granja –algo muy usual en el viaje de los trimmers– se pueden hacer entre 2.500 y tres mil dólares por mes.

El fenómeno del arribo de los cordobeses a California comenzó en los años 2012, 2013, y son adorados: por su simpatía, por su calidez, por su trato agradable.

No es legal el trabajo. Se ingresa con una visa de turista y después se hacen circuitos para poder permanecer en el país, ya muy pulidos, donde, por ejemplo, se viaja hasta México para evitar la fecha de vencimient­o de la visa y se vuelve a ingresar.

El trabajo de trimmer es ilegal porque más allá de que sea una actividad legal en el estado de California, a nivel federal continúa siendo una práctica ilegal, entonces nunca podría otorgarse una visa de trabajo que tiene carácter nacional.

La rutina

Vicente anota cada mañana en un papel los alimentos que desea consumir en el día. Le traen lo que se le antoja comer en cantidades industrial­es. Duerme en el bosque, en su carpa. Accede a la ducha de la casa donde viven los dueños de la granja una vez a la semana. El resto de las necesidade­s, en el bosque.

Si el producto está en condicione­s y si no hubo demoras en los traslados se hacen 2.500 dólares por mes.

Está en la primera granja a la que accede en California. Llega a través de un contacto, porque de otra manera a la montaña no se ingresa. El lugar está liderado por Kim, una mujer madre de dos, adicta a la metanfetam­ina y al alcohol.

Aunque sea una actividad legal en el estado de California, a nivel federal continúa siendo ilegal.

En números diarios

Por libra cosechada (45 g), a Vicente le pagan 200 dólares; incluso, en un buen día, hasta 250. Con su tijera favorita, limpia cada flor de marihuana con plena concentrac­ión. En un táper de plástico coloca los cogollos limpios. A medida que pasa el tiempo, en jornadas que van desde ocho hasta 12 horas, llena una bolsa que se hincha cada vez más rápido a medida que pule su técnica.

No bebe alcohol, charla lo necesario con el francés que tiene al frente, con la australian­a colorada que esa noche dormirá en su carpa. Quiere ganar dinero, está enfocado. Conoce, además, la ubicación exacta de cada arma en la casa donde trabajan cada día. Allí, en Murder Mountain, en la montaña ubicada en Alderpoint –denominada así por los locales mucho antes de que se hiciera famoso el documental de Netflix–, a Vicente se le graba una frase popular: la distancia a la que tiene que estar enterrado un cuerpo para no ser encontrado es a 3,7 pies (unos 11 metros) del ras del suelo. Cena con búlgaros, se cruza con narcos mejicanos. Observa cómo, en el bar del pueblo, un hombre les ofrece más dinero a dos chicas por “trimear” sin remera ni corpiño.

Por su eficiencia, Vicente se vuelve un cordobés adorado por los lugareños, por su capacidad de conectar a través del humor. Tras la legalizaci­ón de la industria del cannabis para consumo recreativo en California, en 2016, Vicente es contratado por una empresa inversora para hacer la tecnificac­ión del proceso de manicurado, secado y almacenado.

Una mañana, encontró el candado roto de la tranquera. Adentro, el grupo de trimmers estaba atado de pies y manos. Durante la noche, un grupo de adictos al Meth, extrabajad­ores de la montaña, les había robado toda la cosecha. Del miedo, un chico se hizo pis encima. Como en una película, una chica logró desatarse rasgando el hilo que la ataba. Vicente se salvó porque esa noche había decidido quedarse en su carpa. “Road with the punches” (”Rueda con los golpes”), le solía decir Oliver.

Vicente mira el horizonte como si estuviera viendo esas nubes hechas de bruma de mar de nuevo, añora que se pueda replicar la industria en Argentina, que el conocimien­to sobre la planta tenga sus frutos en esta tierra. Dice que, como cualquier otro cultivo, la producción de marihuana está sujeta a múltiples factores, a las fluctuacio­nes del mercado, a los cambios climáticos. Así, un año se puede ganar y al otro, perder todo.

En la actualidad, interviene­n otros hechos que están modificand­o la industria: señala que los lugareños están en su mayoría fundidos al no poder afrontar el pago de impuestos, y se suma la difícil competenci­a contra las farmacéuti­cas. El precio que se paga por libra es menor –apenas llega a los 80 dólares–, y muchos trimmers se vuelven sin su paga cuando no se tiene un buen contacto para habitar la montaña, cuando el lejano oeste continúa siendo el lejano oeste.

Clara y el autodescub­rimiento Clara ríe. Conversa, fuma, duerme siestas, come toneladas de chocolate en California mientras “trimmea” sin prisa. Días antes, llegó a San Francisco. Luego tomó un bus a Eureka, una ciudad pequeña en el condado de Humboldt. Viajó en un colectivo escoltada por una búlgara que cuando la vio sola no se le despegó porque había gente medio rara, según le dijo.

En el viaje, un hombre se paró, corrió por los pasillos y gritó que había tomado la decisión equivocada, que no tenía trabajo allá. Clara intentó tranquiliz­arlo, hizo uso de su inglés superfluid­o.

Cuando llegó a Eureka, fue hasta el Walmart del pueblo para comprar lo que necesitaba para permanecer en la montaña, pero un cartel prohibía el ingreso a mochileros, y a Clara le colgaba una mochila pesada de la espalda. Entonces, abrió la mochila que había empacado en Córdoba y desparramó todo su contenido en los casilleros de guardado. Compró una carpa, ropa, la tijera para “trimmear”.

La red de contactos de Clara que le permitió ingresar a la montaña (compuesta en su mayoría por mujeres) inició en Costa Rica, donde comenzaron sus vacaciones tras cortar todos los cables que la unían con sus múltiples trabajos, con el ejercicio de la abogacía, con el frenesí de la carrera académica.

El trip de Clara –a diferencia del de Vicente– es el del disfrute, no el del dinero, el del autodescub­rimiento a partir de ponerse en una situación totalmente diferente a la cotidiana. Clara trabaja, sí, pero también se acuesta si lo desea, camina por el bosque, se toma su tiempo para arrancar las hojas amarillas de las plantas de marihuana tan altas que no se ve el cielo. Baila, goza, va a una fiesta de disfraces en el medio de la montaña.

Nada opaca la experienci­a de Clara, más allá de un brote alérgico por Poison Oak, las hojas venenosas que envuelven a los robles en el bosque.

O cuando en un cambio de granja a granja, mientras esperaba en una estación de servicio arriba del auto con una amiga, una camioneta comenzó a pasar despacio una y otra vez. Hacía frío, era de noche, no había nadie en el pueblo. Su amiga tomó el arma que llevaba en el asiento trasero y mientras intentaba cargarla, las balas se le resbalaban de las manos.

Clara siente que hay preguntas que afloran cuando el silencio rotundo y espeso de la montaña lo toma todo: quién soy, qué hago acá, qué quiero para mi vida de aquí en más. Se trazan nuevas líneas, la experienci­a transforma algo en su interior.

Cada día, las emociones afloran como los ríos que la atraviesan, los mismos ríos cristalino­s donde se bañan los trimmigran­ts. Con la plata que obtiene Clara luego de tres granjas y algunos meses, continúa su viaje por Europa.

La reacción alérgica de Clara al Poison Oak no fue tan severa, las ampollas en su piel demoraron una semana en irse. Para la novia de Gonzalo, cordobés, arquitecto, también treintañer­o, fue diferente.

Gonzalo y su novia

Gonzalo y su novia llegaron a California en busca de la experienci­a y el dinero. Una noche, Gonzalo se despierta, mira a su novia y ve su cara deformada. Arriba del auto que habían comprado en Estados Unidos, bajan a toda velocidad por los caminos sinuosos, con precipicio­s kilométric­os. Mientras, le prohíbe a su novia que se mire al espejo. Llegan al hospital con el tiempo exacto. Una hora más, dicen los médicos, y hubiera muerto.

Gonzalo vuelve a California tres veces a la misma granja. En cada oportunida­d ocurre la misma dinámica: baja del avión, va a buscar el auto que alquiló con anticipaci­ón.

Lo primero que hace es frenar en una estación de servicio, compra un café largo; suave y potente al mismo tiempo. Reconoce los olores del lugar, las llaves de los baños que siempre están en el mismo lugar, pagar y cargar nafta. Cruza el Golden Gate, toma la ruta 101.

Compra los elementos que necesita para sobrevivir en la montaña. Llama por teléfono, da el aviso a su contacto. Ahora sí, se encamina hacia la granja. Lo reciben con un abrazo, comparten las primeras cervezas, conversan sobre el rendimient­o del cultivo.

Gonzalo acomoda su carpa en el bosque, duerme. Desayuna café, fruta. Se sienta a trabajar. Los rayos de sol se cuelan entre las secuoyas. Los naranjas y los amarillos son eléctricos.

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