Soy Nietzsche. El hombre que anunció la muerte de Dios
EJERCICIO DE IMAGINACIÓN. El filósofo alemán cuenta sus vínculos con Arthur Schopenhauer y con Richard Wagner, su amor por Lou Andreas Salomé, y expone sus principales ideas.
Nací el 15 de octubre de 1844 en Röcken, pequeña ciudad del Estado de Sajonia, muy cerca de Leipzig, Alemania. Papá era pastor luterano; murió cuando yo tenía 5 años. Me crié entre mujeres, mi abuela, mi madre, una hermana y dos tías. Ellas decidieron que estudiara en el internado de Pforta, un viejo monasterio transformado en escuela por los protestantes.
De joven estudié filología en la Universidad de Berlín; sentía placer por el análisis de textos, la evolución de las lenguas y su desarrollo histórico y literario; amaba investigar la cultura de los pueblos.
En la Universidad descubrí la figura y el pensamiento de Arthur Schopenhauer, un gigante de la filosofía; quizás, el más grande. Gracias a él pude interpretar en profundidad la tragedia griega, que, si bien tiene su parte dionisíaca, también presenta su rostro apolíneo.
Lo dionisíaco es una forma desenfrenada de las pasiones, lo etílico de la vida; todo caracterizado por la desproporción y el exceso. A pesar de esa faceta, que para algunos podría ser considerada negativa, lo dionisíaco es lo que posibilita el cambio y la renovación. En cambio lo apolíneo se asocia a la poesía, a lo bello, a lo perfecto, a la claridad y las apariencias.
Ambos extremos se necesitan y se retroalimentan.
Cuando me nombraron docente en la Universidad de Basilea, conocí al maestro Richard Wagner, quien tuvo fuerte influencia en mi pensamiento. Yo amaba la música; se podría decir que era un compositor con algún futuro, aunque muy alejado del talento de Wagner. En El origen de la tragedia en el espíritu de la música justifiqué las concepciones dramáticas wagnerianas.
Wagner me impresionaba porque representaba la nueva cultura alemana. pero con el paso del tiempo fui cambiando la mirada, y cuestioné con dureza a Richard y a todo el andamiaje nacionalista y militarista prusiano. Podría aseverar que en ese mismo momento me alejé de los análisis filológicos y me acerqué a la filosofía. Cuando publiqué Humano, demasiado humano, ya se notaba ese cambio.
Lou Salomé, mi gran amor
Al poco tiempo conocí a la escritora rusa Lou Salomé, el gran amor de mi vida. Junto a un amigo en común, Paul Ree, construimos un trío amoroso; era escandaloso para ese momento, pero no importaba.
La experiencia duró un año; me cansé, retirándome de esa convivencia. Ellos vivieron juntos un tiempo más, hasta que Lou abandonó a Paul. Mi obsesión hizo que siguiera sus pasos.
En mis análisis llegué a la conclusión que el hombre es una realidad material, y el alma no es algo que exista de manera independiente al cuerpo. Como realidad sensible, el hombre tiene que vivir según los fogosos dictados de su espíritu. Poner límites a las demandas que vienen desde adentro, es propio de débiles y cobardes.
La idea cristiana que los más débiles llegarán al cielo es una quimera. Los hombres débiles sufren por su miseria extrema, y razón de ello, toman una posición negativa frente a la vida, lo que incrementa su decadencia. El hombre fuerte enfrenta la vida con otra dignidad, no se acobarda, y gracias a ello alcanza la grandeza. Le dice sí a la vida, y padece el resentimiento de los débiles.
Este mundo es pura voluntad de poder. Ninguna vida orgánica está en dirección a la felicidad, sino que camina pensando en el poder que pueda alcanzar. Una felicidad tranquila sólo conduce a la decadencia; sólo viviendo peligrosamente es que los grandes hombres obtienen poder.
Puede caer antipática esta mirada en un mundo en el cual los débiles siempre han sido consolados. Sé que es discutible y arriesgado, pero es lo que pienso
Todo lo que impida la plenitud, debe ser desterrado. Si Dios existiera, el hombre no podría llevar adelante su misión en el mundo. Los hombres que creen en Dios, están adhiriendo a una simple sombra.
Si bien la masa debe vivir bien, son necesarios los individuos superiores, que se caractericen por su dureza espiritual y su arrojo, que sepan
Adiós a Dios
Cuando en el libro tercero de La gaya ciencia expresé “Dios ha muerto”, no sólo era una posición nihilista, sino que estaba frente a nosotros la posibilidad de crear más allá de todo límite un horizonte infinito.
Para graficar lo que deseaba expresar, comencé el relato con la figura de un ermitaño, un tanto loco, que caminaba con un candil encendido expresando que Dios ha muerto; la mayoría de los que escuchaban, reían y preguntaban ¿estaba enfermo?
Ante la indiferencia y las bromas, el hombre solitario reflexiona sobre que los hombres lo han matado, aunque no quieren asumirlo porque esa muerte le quitaba sentido a todo lo que hasta ese entonces era importante. Ha muerto el Dios que daba tranquilidad, no sólo a los hombres, sino a la ciencia y los conocimientos; ya no es capaz de actuar como un código moral.
En Así habló Zaratustra, abro el paso a un nuevo sujeto, que obtiene un sentido diferente, de la mano de sus carencias, pero vividas con inventivas, sin nostalgias ni remordimientos. Mi propuesta es de autoinvención valorativa y de autocreación humana. También deseaba terminar con el concepto de “verdad absoluta” que tratan de imponer los fanáticos; la verdad depende de la perspectiva que cada uno utiliza; no hay verdades intemporales, sino interpretaciones, perspectivas.
Nunca busqué creyentes que me sigan; no les hablo a las masas. Mis lectores deben ser monstruos llenos de curiosidad y coraje, que se animen a adentrase en territorios vedados sin perder la solidez del camino que pisan. Para llegar a ser sabio, es preciso querer experimentar ciertas vivencias, es decir, meterse en sus fauces. Eso es, ciertamente, muy peligroso; más de un sabio ha sido devorado al hacerlo.
Para llegar a ser sabio, es preciso querer experimentar ciertas vivencias, es decir, meterse en sus fauces. Eso es, ciertamente, muy peligroso; más de un sabio ha sido devorado al hacerlo.
Locura y muerte
En enero de 1889 sufrí un colapso mental. Fui detenido tras provocar un desorden en Turín. Cuando caminaba por la Piazza Carlo Alberto, me causó angustia ver como un cochero castigaba a su caballo.
Corrí y me lancé, rodeando con mis brazos el cuello del pobre animal; quería protegerlo. Inmediatamente caí desvanecido.
Dicen que allí empecé a mostrar signos de demencia y megalomanía.
El 25 de agosto de 1900, llegó mi hora. Me mató una neumonía.