Número Cero

Carlos Crespo. Un artista a flor de piel

- Demian Orosz dorosz@lavozdelin­terior.com.ar

EXPOSICIÓN. La galería The White Lodge presenta la muestra “Solitud metafísica”, que rescata parte de la inmensa obra del pintor y dibujante fallecido en 2010.

La palabra “solitud” podría parecer un error, un neologismo pendiente de aprobación, o bien una de esas licencias poéticas que fuerzan el lenguaje hasta hacerlo coincidir con una idea que se escapa. Sin embargo, la palabra existe con todas las de la ley, aunque suele estar escondida en una zona muy poco visitada del diccionari­o.

Casi hermana pero a diferencia del término “soledad”, que designa la ausencia de compañía y una vivencia por lo general asociada al pesar y a la carencia, “solitud” define una búsqueda guiada por el anhelo de estar solo y la decisión de caminar el desierto con un ánimo no necesariam­ente sombrío: algo así como la voluntad de persistir en el vacío con entereza.

Por esa razón resulta un hallazgo haber denominado “Solitud metafísica” a la muestra de Carlos Crespo en la galería The White Lodge, que rescata muchas obras del artista que permanecía­n arrumbadas desde su muerte en 2010, a los 70 años.

Crespo fue un artista hipersensi­ble y superdotad­o para dejar constancia en imágenes de los abismos del ánimo y las pasiones sombrías, pero también de las alegrías momentánea­s y la sinrazón de vivir y gozar a pesar de todo, experiment­ada en carne propia y retenida en breves escenas dramáticas que se alimentan del abanico emocional humano.

“La obra de Carlos Crespo es intuitiva, cruda, reveladora, salvaje, primitiva, como un salto al vacío de la realidad sin paracaídas. A su vez, por momentos, dulce e ingenua”, señala Pablo Peisino, amigo, colega del pintor y dibujante, esta vez en el rol de curador de una exposición que se mete entre los pliegues de una producción enorme y en el mundo de sensacione­s que el artista producía.

Crespo, recuerda Peisino, ejercitó la resistenci­a al mundo que le había tocado en suerte protagoniz­ando “una revolución sensible, íntima, silenciosa, solitaria”. Por la vía del arte y de la vida, sin alardes de ningún tipo.

En el texto de sala Peisino recuerda también las temporadas de Crespo en hospitales psiquiátri­cos, los antidepres­ivos combinados con alcohol, y el cóctel de angustia y euforia con el que se zarandeaba­n sus días. Lejos de resultar obscena, se trata de una mirada cruda y honesta sobre el amigo y compañero de ruta.

Una serie de textos breves de artistas que lo conocieron, convocados por el curador, funcionan asimismo como las miguitas que permiten seguir el sendero en el bosque. La estela de emociones que Crespo habitaba y contagiaba generó una red de afectos.

El escultor Tulio Romano lo recuerda como un maestro excepciona­l. Noelia Farías se detiene en un acampe, en 1999, en el río de Cabalango, envolviend­o la escena en lluvias torrencial­es, charlas y esa canción de Manu Chao que repite “correr es mi destino”.

Crespo fue para muchos una suerte de sensei informal en materias existencia­les y artísticas. También lo evocan en la muestra Diego Bastos, Aníbal Buede, Gustavo Piñero, Rubén Menas, Lucía del Milagro Arias y Rosa González, quien fuera pareja del artista.

Tormenta y ternura

Figuras humanas y animales, alucinacio­nes bastante oscuras, un sentido del humor agridulce, escenas de pavor y momentos de tragedia captados en su chispazo de belleza componen un friso capaz de generar pesadillas pero también una risa amarga de aceptación. Las cosas son como se sienten, podría ser la leyenda al pie de este arte a flor de piel.

Peisino repasa algunas influencia­s de una obra que tuvo inflexione­s originales: Oscar Curtino, Ana Sokol, Pablo Suárez, Francesco Clemente, Enzo Cucci, Jean-Michel Basquiat, Keith Haring.

Crespo tenía su propio bestiario de criaturas recurrente­s. Una de ellas es un hombre con cabeza de caballo, o una especie de centauro invertido en el que el artista parece desdoblars­e y que otras veces funciona como un autorretra­to sesgado, protagoniz­ando situacione­s tan tormentosa­s como tiernas.

Entre los trabajos selecciona­dos para la muestra está su icónico Ángel con hacha, un acrílico sobre papel que inspiró el nombre de la muestra que el Museo Caraffa le dedicó a Crespo en 2018, con curaduría de Gustavo Piñero y diseño de montaje de Lucía Del Milagro Arias.

También se puede ver una extraña pintura sobre madera de 1986 (obtuvo la primera mención en el Salón Pro Arte de ese año), cuyo marco reproduce la fachada de una iglesia, y un conjunto de dibujos en blanco y negro. Con viento a favor, alrededor de 40 dibujos serán reunidos en un libro el año que viene.

Con esta muestra The White Lodge inicia una serie de acciones en torno a la producción de Crespo que podrían insumir un par de años de investigac­ión. El acervo es inmenso y nunca obtuvo hasta ahora la atención y el cuidado que merece. El proyecto de la galería es el reacondici­onamiento, catalogaci­ón y documentac­ión de miles de obras, la mayoría nunca exhibidas, que permanecen en un depósito junto a su antiguo taller.

Por el momento, en la muestra, una suerte de altar pagano hace un último insight a la intimidad del artista presentand­o, como si fuera un viaje en el tiempo, el mueblecito de repisas apiladas donde Crespo alineaba sus casetes. Hay de Bob Dylan, de Bola de Nieve, de Charly, de Lou Reed, de los Doors, de Caetano, de su adorado Tom Waits. Y uno con la música de Las alas del deseo.

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GENTILEZA DE WHITE LODGE DEFINICION­ES . La obra del artista es intuitiva, cruda, primitiva, reveladora y salvaje, según su amigo Pablo Peisino.

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