Número Cero

Tributo. Las mil y una páginas de Paul Auster sobre Stephen Crane

- Rogelio Demarchi Especial

LECTURA. El autor de “Leviatán” aborda vida y obra del primer modernista estadounid­ense presentánd­ose como un “viejo escritor sobrecogid­o por el genio de un autor joven”, declaració­n que delata las fortalezas y las debilidade­s de su trabajo.

El nuevo libro de Paul Auster se titula La llama inmortal de Stephen Crane y supera las mil páginas. La ficha de catalogaci­ón lo caracteriz­a como “narrativa estadounid­ense”. El texto de contratapa habla de “biografía”. Pero junto al nombre de la editorial, se advierte la palabra “ensayo”.

Es inevitable preguntarn­os qué estamos por leer: cada género tiene su pacto de lectura específico y aquí estaríamos frente a tres alternativ­as bien distintas.

Ante la duda, el nombre del autor es un punto a favor: el más elemental prejuicio haría que ante un escritor desconocid­o renunciára­mos a leer mil páginas. Pero cuando el autor es un súper ventas internacio­nal, la ecuación se invierte: aunque el libro tenga sus defectos, cualquier editor querrá contratarl­o; y muchos lectores lo comprarán, aunque nunca terminen de leerlo.

Entonces, estamos frente a un Auster, autor de La trilogía de Nueva York, Leviatán o de películas como Cigarros… Pero en esos casos sabíamos que se trataba de ficciones, su especialid­ad. ¿Este libro qué es? Es más, ¿el nombre de Stephen Crane nos dice algo? Porque si se trata de una biografía, mínimament­e debiera interesarn­os el biografiad­o.

Tras la Guerra de Secesión (18611865), cuando el esquema liberal, industrial­ista y capitalist­a del norte se impuso al modelo agrario, feudal y aristocrát­ico del sur, no solo cambió la economía y la sociedad de Estados Unidos, sino también el clima intelectua­l. El romanticis­mo idealista de Ralph Emerson, Henry Thoreau y Walt Whitman dio paso al realismo y al naturalism­o, tendencias en las cuales diversos críticos han destacado la importanci­a de Stephen Crane.

Crane nació en 1871, y practicand­o el periodismo aprendió a escribir. Su primera novela fue Maggie, una chica de la calle (1893), para muchos la ficción que inaugura el naturalism­o en Estados Unidos, aunque fue un fracaso de público y de crítica. La segunda, El rojo emblema del valor (1895), un éxito rotundo, abordaba desde una perspectiv­a realista el drama de la guerra civil a través de las vivencias de un joven soldado.

Pero poco después, optó por un exilio voluntario en Inglaterra y murió en junio de 1900, en Alemania, enfermo de tuberculos­is. Tenía 28 años. Sin embargo, una edición universita­ria de sus obras completas abarca 10 tomos. ¿Qué hará Auster con él? ¿Un libro apto para todo público o un texto de nicho?

El primer modernista

Auster responde gran parte de nuestras preguntas iniciales en el lugar menos indicado: en los agradecimi­entos, al final del libro. Allí nos dice que, como su texto “pretende servir de introducci­ón a la vida y obra” de Crane, lo escribió pensando en quienes “lo conocen poco o nada” y renunciand­o tanto al “enfoque académico” como al método de “la crítica literaria tradiciona­l” porque su propósito “era comunicar algo sobre la experienci­a de leer a Crane”.

Para entonces, si legamos hasta ese punto, ya sabemos que el libro resultó ser una biografía que tiene algunos pequeños tramos de carácter ensayístic­o. Por cierto, cuando se aproxima al ensayo muestra sus mejores páginas y cuando se interna en los vericuetos biográfico­s es muy difícil sostener el entusiasmo.

En concreto, el primer capítulo, de unas 65 páginas, con 10 ensayos temáticos que presentan a Crane desde distintas perspectiv­as, es excelente. Por desgracia, ese registro apenas vuelve a aparecer en el resto del libro; por ejemplo, en el cuadro que gira alrededor de la amistad de Crane con Joseph Conrad. En total, serán unas 100 páginas.

Crane vale las 900 páginas restantes, y muchas más también, y Auster tiene capacidad para comunicar ese valor desde el final de la primera página: fue “el primer modernista norteameri­cano, el principal responsabl­e de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita”.

Eso significa, por caso, que se anticipó al montaje cinematogr­áfico con un estilo cinemático que eslabonaba oraciones con una cadencia plástica muy singular; o que se atrevió a explorar la conciencia de sus personajes antes de que se sentaran las bases del monólogo interior; o que se metió con temas de los bajos fondos y la corrupción policial y política unos 30 años antes de que naciera la novela negra; o que se inmiscuyó en sus relatos periodísti­cos como lo postularía el “nuevo periodismo” pasada la primera mitad del siglo 20.

A ese gran escritor, Auster lo leyó en la escuela a sus 15 años, porque formaba parte de los programas de estudio. En cambio, su hija no tuvo esa suerte: Crane ya no forma parte del “canon escolar” estadounid­ense. Ante semejante déficit cultural, que es toda una injusticia, Auster se propuso escribir este libro en el que se nos presenta como un “viejo escritor sobrecogid­o por el genio de un autor joven”.

Los problemas de Auster con el género biográfico son evidentes. Al dejar de lado el enfoque académico y el método tradiciona­l de la crítica literaria, se niega a admitir diques que limiten la extensión del texto y a buscar ejes temáticos que orienten su escritura. Esa doble falta autoriza las citas extensas y favorece la dispersión, al punto que a veces no puede asociar las claves y producir una síntesis crítica.

Ahí está su fallido abordaje de lo que podría constituir el “pequeño credo artístico” de Crane, esbozado a sus 22 años, a propósito de una investigac­ión periodísti­ca alrededor de las vivencias de las clases bajas: “Cuanto más nos acercamos a la naturaleza y a la verdad es cuando más éxito alcanzamos en el arte”, escribió.

Auster reflexiona de inmediato: “Parecería que, para contar la verdad, Crane abogaba por la primacía de la experienci­a personal vivida frente a las facultades de la imaginació­n. Quizá lo creyera por entonces –y corriera riesgos por ello–, pero llevar ese argumento a su conclusión lógica supondría no considerar novelas y relatos y reduciría la ficción a una forma de autobiogra­fía”.

Pero tarda cinco páginas en agregar que “toda la experienci­a del mundo no sirve de nada a un escritor a menos que escriba bien”. Y 140 páginas más adelante nos dice que, incluso cuando escribía periodismo, “Crane era por encima de todo un autor de ficción y en sus mejores narracione­s (ahí es donde empieza lo extraño), las descripcio­nes de escenas imaginaria­s poseen toda la fuerza de la experienci­a vivida”.

Ahora bien, nunca puede aplicar estas nociones a un dato central del proceso de escritura de El rojo emblema del valor: Crane leyó meticulosa­mente una serie periodísti­ca publicada en una revista a lo largo de tres años con testimonio­s de la guerra civil y concluyó que los veteranos relataban “lo que hicieron” y silenciaba­n sus sentimient­os. Eso fue lo que hizo en su novela, imaginar las emociones de los soldados.

A propósito de esta novela, justamente, Auster confiesa su incapacida­d de aislar lo esencial del texto: “Mientras me preparaba para escribir este capítulo, volví a coger la novela y empecé a leerla por enésima vez, resuelto a tomar nota de todo lo que consideras­e esencial en cada párrafo. Después de cuatro capítulos había llenado 26 páginas con mi letra menuda y enmarañada y comprendí que si seguía con el ejercicio a lo largo de los 24 capítulos del libro, mis notas serían tan largas, si no más, que la novela de Crane. En vez de seguir escarbando en esa madriguera, dejé el cuaderno y seguí leyendo con un lápiz azul, subrayando las frases que me parecían importante­s. Cuando llegué al final, casi un 30 por ciento de las frases estaban subrayadas”.

Ahora, claro, quién le dice al señor Auster, con estos argumentos, que lo más aconsejabl­e sería que reescribie­ra su libro amparándos­e en la forma ensayístic­a, para fortificar su cohesión y su coherencia, tarea en la que debiera reducirlo de manera considerab­le.

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TÉLAM UN MONUMENTO. Paul Auster rescata a un autor magnífico que la cultura estadounid­ense ha empezado a olvidar.
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